Presentación a César Silva Santisteban
Leído en el Centro Cultural PUCP el día jueves 28 de octubre de 2004
Cuando supe que César Silva Santisteban finalmente iba a publicar un libro con sus cuentos, me quedé intranquilo. En primer lugar, porque estaba seguro de que me iba a invitar a ser su presentador, y yo no sé qué puedo decir sobre un libro que me supera largamente en inteligencia e incluso, podría decir, en cierta “aristocracia espiritual”, sea lo que sea que signifique eso.
Y en segundo lugar, me quedé también inquieto porque al mismo tiempo que me emocionaba que César finalmente publicase, algo que yo había estado esperando que ocurra desde que lo conocí en 1987, también me atemorizaba lo que podía ocurrir con un espíritu tan frágil como él, tan inseguro, teniendo que luchar contra la mezquindad de los comentaristas de libros y la frialdad con que el medio cultural recibe a las personas con auténtico talento como el suyo.
¡Un libro que piensa! ¡Un libro que se atreve a pensar! ¿Cómo podrían reaccionar ante ese hecho insólito, absolutamente inesperado, los comentaristas? Me imagino que González Vigil aplicará su plantilla de doble entrada, sacará una media aritmética y nos informará –si lo hace- a qué libro se parece, a qué libro le gana y antes qué libro pierde el de César. Y me imagino que Marco Aurelio encontrará un par de tiles fuera de sitio y un adverbio inconsecuente y dará por satisfecha su ridícula labor auto-impuesta de auditor de faltas gramáticas.
Pero los demás, ¿qué pueden decir los demás? ¿qué puedo decir yo mismo?
Y sobre todo, ¿cómo hacer entender a César que lo malo no es él y menos aún su obra? O más bien, que si hay algo malo en eso es su suma exigencia, su talento sin contemplaciones, su insobornable fe en la literatura como una fuente de placer pero sobre todo de conocimiento.
Comencé a leer FÁBULAS Y ANTIFÁBULAS de la peor manera que se puede leer este libro: con ojos de presentador. He llegado a la conclusión de que cuando a uno realmente le gusta un libro, jamás debería ser su presentador. Leo el libro de César y descubro cosas que puedo decir (¿para qué?) algunas correspondencias que puedo anotar (¿para quién) una frase que podría leer en voz alta (¿por qué?)
Me convenzo de que no haré una presentación de ese tipo, no esta vez, no para César, me saco el bulto de encima… y entonces me entrego a la lectura sin trabas, una lectura por el placer de leer, de paladear las frases y demorarme en sus construcciones tan inteligentes, a veces deslumbrantes… y empiezo a leer el libro como si conversara con César, como si lo tuviese aquí y lo escuchase hablar…
Y recuerdo cuando lo conocí, cuando un amigo común, Gerardo, me comentó que el destino fatal de César era el ser un dibujante superior, un dotado para el trazo inmediato, pero tener la terca idea de ser escritor. Y luego, en la cafetería, lo recuerdo conversando conmigo sobre Borges, es decir yo nombrar a Borges y César a un sin fin de autores, entre narradores, poetas, filósofos, científicos, políticos, parientes suyos, él mismo… sobre todo él mismo… con una erudición de esas que Borges (ese soy yo, volviendo siempre a mi lugar seguro, mi lugar común) admiraría. No la del sujeto que cuelga títulos y nombres como los mariscales se cuelgan hojalatas, sino una erudición que es producto de amar los libros como la vida, que para el que sabe son siempre, siempre, lo mismo.
Hace unos años escuché a Blanca Varela decir a José Watanabe, que es un poeta que sabe tanto del haiku como de la manera de colocar una manguera para que desperdicie menos agua, decirle que era un “estuche de monerías”. Me dio risa el término. Un tipo que sabe de todo, que tiene muchas gracias, que puede hablar de cualquier cosa y dar datos curiosos sobre todo. Un humanista en la era del zapping.
César bien podría encajar en el término.
FÁBULAS Y ANTIFÁBULAS está dividido en dos partes. Cada una de ellas, estuche de monerías, tiene distintos estilos y expone diferentes conocimientos. En la primera parte, una historia rural encuentra su espacio frente a una historia urbana, y ésta a su vez al lado de un controvertido cuento bíblico. Esas son las oscilaciones del autor, los buceos en torno a temas y estilos. Los bocetos dispersos. Las pruebas al canto. Y luego, cuando no tenemos duda de su talento, aparece aquella nouvelle memorable, en sí mismo un arte poética que podría ser publicada aparte, que se titula LOS INVITADOS A LA ÚLTIMA CENA, tiene más de 70 páginas y es uno de los cuentos más ambiciosos que he leído en muchos años. César ha hecho una reconstrucción histórica que es, al mismo tiempo, la reconstrucción poética de un mundo del que solo conocemos las sombras. Es como si todos los cabos sueltos de sus cuentos anteriores fueran a dar en esa imagen tremenda del maestro Bernardo, la imagen misma del creador en busca de la obra imposible.
Una vez establecido el silencio que siempre precede a la lectura de un cuento memorable, pasamos a la segunda parte. En ella, César ha dejado la fabulación e ingresa en el terreno de los aforismos, las ideas sueltas, el pensamiento que se desliza casi inconscientemente y luego, iluminado por la página en blanco, parece necesario, incluso urgente. Confieso mi debilidad por ese tipo de textos, confieso que la obra de autores como Ribeyro, Bufalino, Benjamín, Pitol, me gustan sobre todo porque tienen el sustento de esas prosas sueltas, esos carnets que son testimonio de una persona que reflexiona, que observa, que siente. Solo la miopía de la crítica ven esos textos como ejercicios de estilo, preciosismos, cuando son lo fundamental en la obra de ciertos autores. En esos pocos elegidos, son esos textos los que justifican los cuentos y las novelas, no al revés.
En los A PROPOSITO de César hay mucho de opinión y bastante de reflexión, pero también están esas estampas tiernas, idealizadas, como las que dedica a Lou. Este César, este mismo, es el que yo conocía y podía prever, aunque nunca lo hubiese leído, el que podía anticipar, y espero que insista en esa línea. Este es el que, al mismo tiempo, me desconcierta y se me hace necesario. El que me recuerda a nuestros años de adolescencia, y el que me hace saber que aunque César sea un dibujante extraordinario, es sobre todo un escritor, un hombre que respira literatura, un ser literario.
Y no digo más. Ya he dicho bastante para no tener nada que decir. Ya he dicho demasiado, hasta quedar en evidencia y en vergüenza frente a un escritor como César que adora la palabra justa, la reflexión perfecta, la frase exacta. Ya no digo más. Solo le pido a César que a la salida de este espectáculo me de un abrazo, un abrazo de hermano, como lo soy con pocos escritores, y brindemos porque al fin se hizo realidad uno de esos libros que han nacido con una marca visible sobre la frente: la marca del que escribe no por placer sino por aquello que Onetti llamaba una dulce condenación.
Cuando supe que César Silva Santisteban finalmente iba a publicar un libro con sus cuentos, me quedé intranquilo. En primer lugar, porque estaba seguro de que me iba a invitar a ser su presentador, y yo no sé qué puedo decir sobre un libro que me supera largamente en inteligencia e incluso, podría decir, en cierta “aristocracia espiritual”, sea lo que sea que signifique eso.
Y en segundo lugar, me quedé también inquieto porque al mismo tiempo que me emocionaba que César finalmente publicase, algo que yo había estado esperando que ocurra desde que lo conocí en 1987, también me atemorizaba lo que podía ocurrir con un espíritu tan frágil como él, tan inseguro, teniendo que luchar contra la mezquindad de los comentaristas de libros y la frialdad con que el medio cultural recibe a las personas con auténtico talento como el suyo.
¡Un libro que piensa! ¡Un libro que se atreve a pensar! ¿Cómo podrían reaccionar ante ese hecho insólito, absolutamente inesperado, los comentaristas? Me imagino que González Vigil aplicará su plantilla de doble entrada, sacará una media aritmética y nos informará –si lo hace- a qué libro se parece, a qué libro le gana y antes qué libro pierde el de César. Y me imagino que Marco Aurelio encontrará un par de tiles fuera de sitio y un adverbio inconsecuente y dará por satisfecha su ridícula labor auto-impuesta de auditor de faltas gramáticas.
Pero los demás, ¿qué pueden decir los demás? ¿qué puedo decir yo mismo?
Y sobre todo, ¿cómo hacer entender a César que lo malo no es él y menos aún su obra? O más bien, que si hay algo malo en eso es su suma exigencia, su talento sin contemplaciones, su insobornable fe en la literatura como una fuente de placer pero sobre todo de conocimiento.
Comencé a leer FÁBULAS Y ANTIFÁBULAS de la peor manera que se puede leer este libro: con ojos de presentador. He llegado a la conclusión de que cuando a uno realmente le gusta un libro, jamás debería ser su presentador. Leo el libro de César y descubro cosas que puedo decir (¿para qué?) algunas correspondencias que puedo anotar (¿para quién) una frase que podría leer en voz alta (¿por qué?)
Me convenzo de que no haré una presentación de ese tipo, no esta vez, no para César, me saco el bulto de encima… y entonces me entrego a la lectura sin trabas, una lectura por el placer de leer, de paladear las frases y demorarme en sus construcciones tan inteligentes, a veces deslumbrantes… y empiezo a leer el libro como si conversara con César, como si lo tuviese aquí y lo escuchase hablar…
Y recuerdo cuando lo conocí, cuando un amigo común, Gerardo, me comentó que el destino fatal de César era el ser un dibujante superior, un dotado para el trazo inmediato, pero tener la terca idea de ser escritor. Y luego, en la cafetería, lo recuerdo conversando conmigo sobre Borges, es decir yo nombrar a Borges y César a un sin fin de autores, entre narradores, poetas, filósofos, científicos, políticos, parientes suyos, él mismo… sobre todo él mismo… con una erudición de esas que Borges (ese soy yo, volviendo siempre a mi lugar seguro, mi lugar común) admiraría. No la del sujeto que cuelga títulos y nombres como los mariscales se cuelgan hojalatas, sino una erudición que es producto de amar los libros como la vida, que para el que sabe son siempre, siempre, lo mismo.
Hace unos años escuché a Blanca Varela decir a José Watanabe, que es un poeta que sabe tanto del haiku como de la manera de colocar una manguera para que desperdicie menos agua, decirle que era un “estuche de monerías”. Me dio risa el término. Un tipo que sabe de todo, que tiene muchas gracias, que puede hablar de cualquier cosa y dar datos curiosos sobre todo. Un humanista en la era del zapping.
César bien podría encajar en el término.
FÁBULAS Y ANTIFÁBULAS está dividido en dos partes. Cada una de ellas, estuche de monerías, tiene distintos estilos y expone diferentes conocimientos. En la primera parte, una historia rural encuentra su espacio frente a una historia urbana, y ésta a su vez al lado de un controvertido cuento bíblico. Esas son las oscilaciones del autor, los buceos en torno a temas y estilos. Los bocetos dispersos. Las pruebas al canto. Y luego, cuando no tenemos duda de su talento, aparece aquella nouvelle memorable, en sí mismo un arte poética que podría ser publicada aparte, que se titula LOS INVITADOS A LA ÚLTIMA CENA, tiene más de 70 páginas y es uno de los cuentos más ambiciosos que he leído en muchos años. César ha hecho una reconstrucción histórica que es, al mismo tiempo, la reconstrucción poética de un mundo del que solo conocemos las sombras. Es como si todos los cabos sueltos de sus cuentos anteriores fueran a dar en esa imagen tremenda del maestro Bernardo, la imagen misma del creador en busca de la obra imposible.
Una vez establecido el silencio que siempre precede a la lectura de un cuento memorable, pasamos a la segunda parte. En ella, César ha dejado la fabulación e ingresa en el terreno de los aforismos, las ideas sueltas, el pensamiento que se desliza casi inconscientemente y luego, iluminado por la página en blanco, parece necesario, incluso urgente. Confieso mi debilidad por ese tipo de textos, confieso que la obra de autores como Ribeyro, Bufalino, Benjamín, Pitol, me gustan sobre todo porque tienen el sustento de esas prosas sueltas, esos carnets que son testimonio de una persona que reflexiona, que observa, que siente. Solo la miopía de la crítica ven esos textos como ejercicios de estilo, preciosismos, cuando son lo fundamental en la obra de ciertos autores. En esos pocos elegidos, son esos textos los que justifican los cuentos y las novelas, no al revés.
En los A PROPOSITO de César hay mucho de opinión y bastante de reflexión, pero también están esas estampas tiernas, idealizadas, como las que dedica a Lou. Este César, este mismo, es el que yo conocía y podía prever, aunque nunca lo hubiese leído, el que podía anticipar, y espero que insista en esa línea. Este es el que, al mismo tiempo, me desconcierta y se me hace necesario. El que me recuerda a nuestros años de adolescencia, y el que me hace saber que aunque César sea un dibujante extraordinario, es sobre todo un escritor, un hombre que respira literatura, un ser literario.
Y no digo más. Ya he dicho bastante para no tener nada que decir. Ya he dicho demasiado, hasta quedar en evidencia y en vergüenza frente a un escritor como César que adora la palabra justa, la reflexión perfecta, la frase exacta. Ya no digo más. Solo le pido a César que a la salida de este espectáculo me de un abrazo, un abrazo de hermano, como lo soy con pocos escritores, y brindemos porque al fin se hizo realidad uno de esos libros que han nacido con una marca visible sobre la frente: la marca del que escribe no por placer sino por aquello que Onetti llamaba una dulce condenación.
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