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notas

del blog moleskine literario

El Cadáver Que Ríe

Friday, January 27, 2006
Marcel Velázquez Castro

1) Un crítico académico posee varios registros y debe adaptarse a ellos. El cuestionario de Somos no es un documento literario, es un microespacio de reflexión veloz cuyo más alto honor podrá ser envolver pescado en alguno de nuestros mercados en vías de extinción, o conservarse, virginal para siempre, en alguna biblioteca despistada.

2) Se me preguntó por bluff literarios. En nuestra literatura hay varios escritores que viven de un ya lejano, pero legítimo prestigio ganado. Ellos tienen todo el derecho de publicar continua o discontinuamente y proseguir con entusiasmo la degradación de su imagen creadora. El problema radica en que sus últimos libros se convierten en imposturas literarias que con el apoyo mediático/crítico siguen vendiendo langostinos por camarones, a esos fantasmas que viven de sombras pasadas (Verástegui, Hinostroza y Bryce) me refería. Ejemplos de otros lares son: Saramago, Sabato, Houllebecq cuyos últimos trabajos constituyen traspiés lamentables para quienes lograron novelas imprescindibles. Sospecho que mi pesimismo innato me impide creer que ellos puedan volver a crear obras significativas, pero ojalá me equivoqué por el bien de la literatura.

Inquisiciones. La bata japonesa de Ribeyro

Monday, January 23, 2006
Abelardo Oquendo

La publicación de epistolarios es todavía infrecuente entre nosotros, pese a lo reveladoras que las cartas pueden ser, a la privacidad de la información hallable en ellas y al acceso a la intimidad del pensamiento de los corresponsales que permiten. Algo sale de vez en cuando a la luz: el año pasado, por ejemplo, el Fondo Editorial del Congreso y el Banco Central de Reserva ofrecieron, en coedición, una buena muestra del valor del género epistolar al dar a la luz, en dos volúmenes, la correspondencia de Raimondi (Antonio Raimondi. Mirada íntima al Perú. Epistolario 1849-1890). Y es de esperar que pronto Yolanda Westphalen, quien trabaja una edición crítica de la correspondencia entre César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, la concluya y la dé a las prensas. Si las cartas escritas por una persona notable son atractivas lo son mucho más cuando pueden leerse con sus respuestas. Esto se puede apreciar en la más reciente entrega de la Hueso húmero (No. 47), que trae cartas cruzadas entre Luis Loayza y Julio Ramón Ribeyro. He aquí un fragmento de una de ellas, firmada por Ribeyro.
“Alida me trajo del Japón una linda bata de seda natural, un kimono, de amplio vuelo y anchas mangas. En la primera oportunidad que estuve libre en casa me la puse y allí empezó el desastre. No había perilla de puerta o esquina de mesita donde no me quedara enganchado. Cada vez que me lavaba las manos el agua me entraba por las mangas. El gato se dedicó a perseguirme y lanzar zarpazos a la flotante vestidura, creyendo que le estaba proponiendo un juego. Como estaba solo tuve que hacer la vajilla y cocinar y en consecuencia me salpiqué todo de detergente y en el momento de freír mi bistec estuve a punto de arder como una antorcha. Comprendí que la indumentaria, la vestimenta, es fruto y está adaptada a un modo de vida y una función. La bata japonesa era lo menos apropiado para un departamento parisién, que son muy pequeños y están atiborrados de muebles y objetos puntiagudos. La bata japonesa es solo cómoda y funcional en una casa japonesa, que está dotada de habitaciones que sin ser grandes son austeras, donde no hay casi muebles. Ni puertas, ni perillas, ni puntas. Aparte de ellos la bata japonesa no va con quien tiene que hacerse todo en casa, sino con quien lleva una vida contemplativa, ocupado en el ocio, la meditación, la conversación, servido por diligentes mujeres y no para quien vive en una sociedad donde la mujer emancipada ha forzado al hombre a compartir los trabajos domésticos más arduos. En suma, archivé la bata japonesa en el ropero y me puse mi vieja, desteñida y personalísima bata de paño. Muchos escritores cometen el mismo error. Atraídos por el exotismo, la moda, el lustre, dejan de lado su indumentaria natural y se revisten de la bata japonesa. Arruinan la bata, todo les sale mal, quedan disfrazados.”

Reflexiones I

Thursday, January 12, 2006
Gustavo Faverón ha hecho un post interesante a partir de un comentario mío sobre unas declaraciones de Pedro Mairal. Ahora que tengo un poco más de tiempo, me gustaría participar de la discusión.

Al final de la entrevista, Mairal comentaba “Mi generación no tuvo que matar a sus padres literarios porque ya los habían matado o silenciado los militares. Mucha gente nacida alrededor de los ‘70 no tuvo padres literarios sino abuelos como Borges, Cortázar, Bioy, Arlt. Y uno con los abuelos no tiene conflictos”. Yo acotaba en mi post que esas declaraciones “podrían ser firmadas –creo- por todos los autores latinoamericanos de su generación”.
Lo cierto es que al generalizar esas declaraciones de Mairal a todos los autores latinoamericanos me refería, específicamente (aunque es probable que Faverón no se diera cuenta de ello) a la última parte de la misma, es decir al tema de los abuelos y aquello de “no tener conflictos” con éstos.
En los diversos encuentros literarios con autores de mi generación a los que he asistido, así como en las innumerables entrevistas que he leído de esos autores, descubro que los narradores del “Boom”, con quienes algunos periodistas y críticos pertenden enfrentarnos, no nos causan ni temor ni recelo, solo admiración. El caso más notable (fuera de Borges, obvio), creo, es el de Vargas Llosa, de cuya literatura no he escuchado sino halagos y cuya influencia es asumida por la mayoría, e incluso es arriada como estandarte por algunos como Alberto Fuguet, Paz Soldán y Jorge E. Benavides. Otro caso que despierta igual consenso, aunque no tan mayoritario, es el de Manuel Puig.
Incluso un autor polémico como Alberto Fuguet, a quien suelen oponer a García Márquez por el prólogo de la antología McOndo, jamás ha hablado mal de Gabo (aunque sí a sus “macondianos” seguidores) y si leen con atención verán que ese mismo prólogo –escrito a dos manos con Sergio Gómez- reafirma lo que digo.

Sin embargo, luego de leer el comentario de Gustavo Faverón releí la cita –con más malicia o menos inocencia, como se quiera- y me percaté de la “chiquita” (en realidad, un tacle a la canilla bastante directo) de Mairal, explícita en la alusión negativa a los “padres” literarios y el parricidio que implica saltarse esa generación para alabar a los “abuelos”.
En ese sentido, estoy de acuerdo con Gustavo y con quienes piensan que no es posible extender la cita de Mairal a otros (e incluso se puede dudar de ella para el mismo Mairal) porque en ese tema el caso en cada país es particular, y más particular y complejo aún en un país de amores/odios con la generación literaria anterior como es Argentina (que Gustavo conoce muy bien, por lo que leo). Creo que es muy difícil que un escritor argentino entre los 20 y 30 años niegue honestamente el peso que tiene la lectura de autores como Osvaldo Soriano, Ricardo Piglia y, en los últimos años, César Aira (pero, ojo, eso no quiere decir necesariamente que estén influidos por ellos). Asimismo, tampoco creo que sea posible entender a los autores de esas edad en México sin la presencia de escritores como José Agustín, Fernando del Paso, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, Salvador Elizondo y, últimamente, Sergio Pitol.

Pero ¿y en el Perú?

Me referiré a mi experiencia como autor, ya que Gustavo ha aludido a ella. Pienso ahora que, probablemente, los personajes sin esperanzas de algunos cuentos de Alonso Cueto y del primer libro de Niño de Guzmán me hubieran impactado, si no fuera porque yo había pasado antes por Juan Carlos Onetti. Por otra parte, la lectura obsesiva de Vladímir Nabokov, y su idea de la literatura como una gran recreación o cuento de hadas, me alejó por completo del interés casi antropológico que tenía para algunos amigos míos de entonces los trabajos con el lenguaje rural de autores como Gregorio Martínez o Antonio Gálvez Ronceros. Yo había ingresado, sin saberlo, en la categoría (peyorativa en el Perú) de “esteticista”, y en ese sentido lo único que solía decir de la mayoría de escritores peruanos de la generación anterior era, simplemente, que escribían mal porque no eran “esteticistas”. Y aunque hoy en día no soy ya tan fundamentalista, reconozco que me es impoisble admirar a autores de temas andinos o rurales como Miguel Gutiérrez, Zeín Zorrilla u Oscar Colchado, que me parecen muy descuidados (y no solo en la prosa). Por otra parte, el costumbrismo literario me aburría entonces tanto como me aburre ahora, y la lectura de textos cuyo mayor interés era el retrato de un barrio, una calle limeña, un personaje marginal o una costumbre social me deja indiferente. Sin saberlo, y también probablemente por Nabokov, me había matriculado en otra categoría peyorativa en este país: la del escritor “cosmopolita”.

Sin embargo, sí existe una serie de autores peruanos que lograron convencer incluso al talibán necio que era a principios de los 90, y a quienes he mencionado siempre: Carlos Calderón Fajardo, en especial por esa novela tan extraña llamada La colina de los árboles, y a través de Carlos, a ese escritor oclusivo, escurridizo, pero casi “hecho" a la medida de mis expectativas de aquellos años: Gastón Fernández.

Finalmente, la influencia de Luis Loayza (cuya prosa me ha parecido siempre un prodigio) y, en la acera opuesta a la precisión de Loayza, la de Jorge Eduardo Eileson y su novela La muerte de Giulia-no (un libro que releía obsesivamente durante la década de los noventa) es muy marcada, incluso a nivel de plagio, en mi última novela. Pero creo que ambos entrarían, por edad, en la categoría de abuelos. En fin, no sé si esto contribuye en algo o nada a la pregunta de Gustavo pero escribirlo me hizo recordar a un sujeto de pelo largo y extremadamente delgado que dejó de existir hace muchos años. Se agradece.

Monday, January 09, 2006
Inquisiciones. Premios PUCP ¿qué pasó?

por Abelardo Oquendo.
Publicado en "La República" (7-1-06)

En el año 2004 la Pontificia Universidad Católica del Perú convocó a poetas, narradores y ensayistas no mayores de 40 años a concursar por un premio de 10 000 dólares en cada uno de esos géneros más la publicación de las obras premiadas. El prestigio de la institución, el monto del premio y el despliegue publicitario de la convocatoria despertaron un gran interés.
Hubo incluso quienes objetaron el límite de edad y argumentaron contra él públicamente. No les parecía apropiado que se estimulara con tanta generosidad la producción intelectual de los más jóvenes en un medio que carece de formas de reconocimiento que consagren la obra madura. Y no faltó gente de mala entraña pero de mejor autocrítica que trató de desvirtuar, antes de que por primera vez se concediera, un premio que sabía fuera de su alcance.
Se creó, así, una expectativa que se mantuvo hasta la dación de los premios y, conocidos los ganadores, se trasladó a las obras premiadas. Pero los meses empezaron a correr sin que estas vieran la luz. Cuando al fin aparecieron, terminando el 2005, solo los más atentos lo notaron, pues lo que en torno suyo habían generado los premios PUCP se había ya desvanecido o era un vago recuerdo. Y la convocatoria a uno nuevo, ya no a tres sino a uno solo, esta vez de fotografía, dio la impresión de un retraimiento. El contraste entre la publicitada convocatoria a los premios inaugurales y la asordinada y tardía aparición de los libros premiados no podía haber sido mayor.
Si a todo ello se agrega la modestísima tirada de esos libros es imposible no sorprenderse. Lo que empezó tratándose como un acontecimiento extraordinario en nuestro medio –y lo era- se abandonó en manos de una instancia –la editorial- que lo procesó como una edición más, por completo ordinaria.
Lamentable, pues las tres obras premiadas merecían un lanzamiento especial. El que esto no haya sido previsto en el plan de los premios es un defecto que atenta contra la razón misma de su creación: difundir el fruto de nuestros nuevos talentos. Para esto último, como es obvio, no sirve de mucho encender los reflectores sobre el autor y apagarlos cuando sale su libro.
Aquí la relación de los autores que recibieron los Premios Nacionales PUCP 2004 y de las obras premiadas: Luis Andrade Ciudad: Aguas turbias, aguas cristalitas. El mundo de los sueños en los Andes (Ensayo); Alexis Iparraguirre: El inventario de las naves (Cuento); Elio Vélez Marquina: Sansón ebanista (Poesía).