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notas

del blog moleskine literario

Reflexiones I

Gustavo Faverón ha hecho un post interesante a partir de un comentario mío sobre unas declaraciones de Pedro Mairal. Ahora que tengo un poco más de tiempo, me gustaría participar de la discusión.

Al final de la entrevista, Mairal comentaba “Mi generación no tuvo que matar a sus padres literarios porque ya los habían matado o silenciado los militares. Mucha gente nacida alrededor de los ‘70 no tuvo padres literarios sino abuelos como Borges, Cortázar, Bioy, Arlt. Y uno con los abuelos no tiene conflictos”. Yo acotaba en mi post que esas declaraciones “podrían ser firmadas –creo- por todos los autores latinoamericanos de su generación”.
Lo cierto es que al generalizar esas declaraciones de Mairal a todos los autores latinoamericanos me refería, específicamente (aunque es probable que Faverón no se diera cuenta de ello) a la última parte de la misma, es decir al tema de los abuelos y aquello de “no tener conflictos” con éstos.
En los diversos encuentros literarios con autores de mi generación a los que he asistido, así como en las innumerables entrevistas que he leído de esos autores, descubro que los narradores del “Boom”, con quienes algunos periodistas y críticos pertenden enfrentarnos, no nos causan ni temor ni recelo, solo admiración. El caso más notable (fuera de Borges, obvio), creo, es el de Vargas Llosa, de cuya literatura no he escuchado sino halagos y cuya influencia es asumida por la mayoría, e incluso es arriada como estandarte por algunos como Alberto Fuguet, Paz Soldán y Jorge E. Benavides. Otro caso que despierta igual consenso, aunque no tan mayoritario, es el de Manuel Puig.
Incluso un autor polémico como Alberto Fuguet, a quien suelen oponer a García Márquez por el prólogo de la antología McOndo, jamás ha hablado mal de Gabo (aunque sí a sus “macondianos” seguidores) y si leen con atención verán que ese mismo prólogo –escrito a dos manos con Sergio Gómez- reafirma lo que digo.

Sin embargo, luego de leer el comentario de Gustavo Faverón releí la cita –con más malicia o menos inocencia, como se quiera- y me percaté de la “chiquita” (en realidad, un tacle a la canilla bastante directo) de Mairal, explícita en la alusión negativa a los “padres” literarios y el parricidio que implica saltarse esa generación para alabar a los “abuelos”.
En ese sentido, estoy de acuerdo con Gustavo y con quienes piensan que no es posible extender la cita de Mairal a otros (e incluso se puede dudar de ella para el mismo Mairal) porque en ese tema el caso en cada país es particular, y más particular y complejo aún en un país de amores/odios con la generación literaria anterior como es Argentina (que Gustavo conoce muy bien, por lo que leo). Creo que es muy difícil que un escritor argentino entre los 20 y 30 años niegue honestamente el peso que tiene la lectura de autores como Osvaldo Soriano, Ricardo Piglia y, en los últimos años, César Aira (pero, ojo, eso no quiere decir necesariamente que estén influidos por ellos). Asimismo, tampoco creo que sea posible entender a los autores de esas edad en México sin la presencia de escritores como José Agustín, Fernando del Paso, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, Salvador Elizondo y, últimamente, Sergio Pitol.

Pero ¿y en el Perú?

Me referiré a mi experiencia como autor, ya que Gustavo ha aludido a ella. Pienso ahora que, probablemente, los personajes sin esperanzas de algunos cuentos de Alonso Cueto y del primer libro de Niño de Guzmán me hubieran impactado, si no fuera porque yo había pasado antes por Juan Carlos Onetti. Por otra parte, la lectura obsesiva de Vladímir Nabokov, y su idea de la literatura como una gran recreación o cuento de hadas, me alejó por completo del interés casi antropológico que tenía para algunos amigos míos de entonces los trabajos con el lenguaje rural de autores como Gregorio Martínez o Antonio Gálvez Ronceros. Yo había ingresado, sin saberlo, en la categoría (peyorativa en el Perú) de “esteticista”, y en ese sentido lo único que solía decir de la mayoría de escritores peruanos de la generación anterior era, simplemente, que escribían mal porque no eran “esteticistas”. Y aunque hoy en día no soy ya tan fundamentalista, reconozco que me es impoisble admirar a autores de temas andinos o rurales como Miguel Gutiérrez, Zeín Zorrilla u Oscar Colchado, que me parecen muy descuidados (y no solo en la prosa). Por otra parte, el costumbrismo literario me aburría entonces tanto como me aburre ahora, y la lectura de textos cuyo mayor interés era el retrato de un barrio, una calle limeña, un personaje marginal o una costumbre social me deja indiferente. Sin saberlo, y también probablemente por Nabokov, me había matriculado en otra categoría peyorativa en este país: la del escritor “cosmopolita”.

Sin embargo, sí existe una serie de autores peruanos que lograron convencer incluso al talibán necio que era a principios de los 90, y a quienes he mencionado siempre: Carlos Calderón Fajardo, en especial por esa novela tan extraña llamada La colina de los árboles, y a través de Carlos, a ese escritor oclusivo, escurridizo, pero casi “hecho" a la medida de mis expectativas de aquellos años: Gastón Fernández.

Finalmente, la influencia de Luis Loayza (cuya prosa me ha parecido siempre un prodigio) y, en la acera opuesta a la precisión de Loayza, la de Jorge Eduardo Eileson y su novela La muerte de Giulia-no (un libro que releía obsesivamente durante la década de los noventa) es muy marcada, incluso a nivel de plagio, en mi última novela. Pero creo que ambos entrarían, por edad, en la categoría de abuelos. En fin, no sé si esto contribuye en algo o nada a la pregunta de Gustavo pero escribirlo me hizo recordar a un sujeto de pelo largo y extremadamente delgado que dejó de existir hace muchos años. Se agradece.
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