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notas

del blog moleskine literario

Un lugar llamado Oreja de perro por Peter Elmore

Friday, June 12, 2009
En el último número de la revista Hueso Húmero aparece la extensa reseña de Peter Elmore a mi novela Un lugar llamado Oreja de perro. Quienes conocen la calidad excepcional de Peter como lector no se sorprenderán de una lectura tan precisa y aguda. Yo, por mi parte, no puedo dejar de sentirme halagado por la atención que Peter le ha puesto a mi novela. Dejo aquí algunos párrafos. La reseña completa la pueden leer en la sección de notas. Dice la reseña:
(...) En las ficciones anteriores de Thays, el escenario de las historias se halla en el extranjero: la acción ( y la observación, que es la forma reflexiva de ésta) se desenvuelve sobre todo fuera del país. Por ejemplo, los cuentos de Las fotografías de Frances Farmer ocurren en Los Angeles y es en un lugar imaginario del Mediterráneo, Busardo, donde pasea su melancolía el protagonista de El viaje interior. Más que un mero deseo de migrar imaginariamente del Perú, de sus problemas urgentes y sus posibilidades utópicas, esa elección revelaba la voluntad de alejarse de la literatura peruana, cuyo cauce más ancho es el realista. Los territorios de la fábula, sin embargo, no son en verdad geográficos. Si los nombres de las ciudades figuran o no en los mapas resulta, a la larga, irrelevante: en los libros de Thays, la realidad de los lugares es tópica y simbólica, no topográfica e histórica. ¿Qué decir, entonces, del lugar que le da título a esta novela? Oreja de perro, ese topónimo extraño, era casi desconocido fuera de Ayacucho y Abancay antes de que, en 2003, en el quinto tomo del Informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación aparecieran, detalladas, las atrocidades que se habían cometido ahí en la década de 1980, durante la guerra interna entre el Estado peruano y Sendero Luminoso. Añado que uno de los poemas más hermosos de Antonio Cisneros -- el elegíaco “Crónica de Chapi”, que está en Canto ceremonial contra un oso hormiguero-- alude a esa zona, donde combatió en los años 60 una columna guerrillera del ELN. En la novela de Thays (y me apresuro a decir que no señalo un desliz de la verosimilitud, sino un trazo deliberado de la escritura), Oreja de perro es una aldea, mientras que en la realidad de Ayacucho, según señala el Informe final de la CVR, se trata de una parte del distrito de Chungui donde se asientan diecisiete comunidades campesinas. Así, el título mismo de la novela encierra una clave: el lugar y su nombre están, en la ficción, transformados, porque designan menos un sitio que un trayecto existencial --el del letrado costeño a la periferia serrana-- y una tarea síquica --la del duelo--. (...) Un lugar llamado Oreja de perro está lejos de ofrecerse como una tentativa de documentar la pesadilla más reciente de la historia peruana, pero está igualmente lejos de ser un drama íntimo con escenografía andina. En la tierra (para él) incógnita de los Andes, el periodista limeño no es un intérprete justo ni un testigo fiel de la realidad de los otros: uno de los aciertos de Un lugar llamado Oreja de perro consiste, pienso, en mostrar --sobre todo a través del encuadre del relato y de su trama-- que entre el forastero de Lima y el campo ayacuchano hay, al mismo tiempo, una distancia insalvable y un vínculo visceral. Ningún mensaje afirmativo se puede extraer de ese contacto, porque lo que definen son los vacíos y las carencias: el puente que se tiende entre el narrador y los lugareños es la vivencia de la pérdida. La cercanía física entre el periodista costeño y los campesinos serranos no da lugar a un diálogo ni a un encuentro, pues la novela no desciende a proponer una fantasía reparadora de unidad y reconciliación; a su manera, ni épica ni propagandística, el relato de Thays muestra que en el Perú los traumas históricos persisten y los abismos culturales no han dejado de ser hondos. Un lugar llamado Oreja de perro es, entre otras cosas, un relato sobre personas que no pueden --y, en ocasiones, no quieren-- entenderse plenamente ¿Qué es lo que puede saber y descubrir el narrador? ¿Qué sentido tiene su travesía? (...) De la capacidad de recordar, más que del inventario de los recuerdos atroces, se ocupa Un lugar llamado Oreja de perro. El relato comienza, significativamente, con el caso de un amnésico en cuya mente no quedan huellas de su familia, a la que perdió en un accidente. ¿La suerte de ese hombre no es mejor que la del padre acongojado que escribe su diario de viaje? Parecería que la respuesta es obvia, pero en otro pasaje se lee esta confesión: “Desde pequeño siempre tuve miedo a perder la memoria repentinamente, en medio de la calle, y no saber cómo regresar a mi casa”. El costo de olvidarlo todo es el extravío, la pérdida de la orientación. Se entiende, por eso, que el viaje guíe la redacción del diario y sostenga la identidad de quien escribe. Y, sin embargo, una paradoja acecha y mina la tarea del personaje: “Pensamos que las fotografías, los recortes de periódico, las cartas, los videos, los testimonios, los recuerdos, sostienen la memoria. Pero no la sostienen, la reemplazan”. También la reemplaza, se diría, el texto acezante, de pausas enfáticas y desiguales, que se ofrece a nuestra lectura. Escribir es, entonces, un modo paradójico de alejar los recuerdos, de liberarse de ellos: una purga, se diría, de la materia oscura y tóxica que se empoza en el interior de la conciencia. El más terrible y conmovedor de los hechos del pasado sucedió unos meses antes: “La noche en que murió, mientras le daba de comer Paulo me dijo que le dolía la nuca. Acababa de cumplir cuatro años y se cogía la cabeza como si tuviera cincuenta. Tenía el ceño fruncido”. El dolor de la escena se desplaza del hijo al padre, del momento pretérito a la actualidad del recuerdo. Pero, además, la imagen --precisa en su desolación-- fija tristemente la ilusión de un futuro que no ocurrirá: Paulo nunca tendrá más de cuatro años. En el sitio de pena y penitencia que es Oreja de Perro, el padre que no tiene ya a su hijo se une, en cópulas exasperadas, con Jazmín, una huérfana que lleva en el vientre al hijo del asesino de la madre de ella. No hay placer ni armonía en esos encuentros, cuyo erotismo es oscuramente catártico. Jazmín, sin duda, es del todo distinta a las más bien cinematográficas beldades que el narrador prefiere (y que, a la larga, se diluyen algo en un segundo plano de la novela). (...) La estadía en el páramo andino es penosa, pero también reveladora. El lenguaje lacónico y despojado, ocasionalmente pedestre y a veces atravesado por un inesperado lirismo, expresa con bastante eficacia las circunstancias y el temple del protagonista. Solo en ciertos pasajes (pienso, sobre todo, en las conversaciones con Maru) desfallece el estilo y se vuelve tan llano que pierde, en su simplicidad, tensión y resonancia. Esos desniveles esporádicos, sin embargo, no disipan la atmósfera del relato ni desdibujan el perfil del narrador. Por cierto, uno de los rasgos mejor logrados de Un lugar llamado Oreja de perro es la consistencia con la que el novelista crea al personaje central a través de la voz y la experiencia de éste: en toda la obra narrativa de Thays, el periodista que da cuenta de su pesadumbre y su crisis es, creo, la presencia más memorable. El dolor --físico y moral-- le aporta sustancia y gravedad al mundo representado de Un lugar llamado Oreja de perro. El dolor que impregna al relato no puede, sin embargo, mostrarse natural y espontáneamente, sino bajo la forma del artificio. Al principio de la novela, el cronista hace notar --a propósito de las declaraciones del deudo de una víctima de la violencia-- que “incluso para hacer un testimonio de esa naturaleza había que actuar un poco. O, mejor dicho, sobre todo cuando uno quiere decir una verdad tan grave como aquella debe saber fingir”. En su última novela, la primera de su madurez creadora, Iván Thays demuestra, con intensidad y agudeza, la validez de esa convicción.

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Viaje al interior

Peter Elmore/ Hueso Húmero 52

Durante el lapso breve, intenso y azaroso en el cual compone su relato, el narrador de Un lugar llamado Oreja de perro(2008) toca fondo y llega lejos: viaje al final de la propia noche y encuentro con el dolor ajeno, el texto --crónica de viaje y confesión urgente -- es, al mismo tiempo, evidencia del trauma y tentativa de curación. Historia de muertos sin paz y sobrevivientes sin consuelo, la novela de Iván Thays está regida por los rigores y las flaquezas de la imaginación y la memoria. Escribir --intuye el narrador y protagonista-- es lo último que le queda, pero acaso no baste: la relación entre la palabra y el cuerpo, entre el orden de los signos y la presencia humana, se presenta (o, mejor dicho, se representa) en Un lugar llamado Oreja de perro bajo la forma de la tensión y el desgarramiento.

La primera persona de Un lugar llamado Oreja de perro está en la sima de su existencia. Cuando parte al destino desde el cual redacta, con apremio, la mayor parte de su crónica, han pasado unos meses desde la muerte de su hijo y unas horas desde que su esposa le ha anunciado por carta el final de su vida en común. La desdicha familiar opaca y pone en perspectiva el declive profesional, pues el narrador ha pasado de la notoriedad televisiva al opaco refugio de un semanario. La razón --o, mejor dicho, el pretexto-- que lo lleva a un caserío inhóspito y paupérrimo en los Andes peruanos es una demagógica visita presidencial. Ese hueco acto protocolar, que el mal clima aplaza, no será la materia del relato, pues la intriga se centra en la encrucijada afectiva del narrador y en un crimen pasional que, oblicua pero decisivamente, lo compromete. En la lejanía desolada de Oreja de perro, la vida --a pesar de las apariencias espectrales-- sigue ocurriendo: el sexo y la violencia así lo prueban.

En las ficciones anteriores de Thays, el escenario de las historias se halla en el extranjero: la acción ( y la observación, que es la forma reflexiva de ésta) se desenvuelve sobre todo fuera del país. Por ejemplo, los cuentos de Las fotografías de Frances Farmer ocurren en Los Angeles y es en un lugar imaginario del Mediterráneo, Busardo, donde pasea su melancolía el protagonista de El viaje interior. Más que un mero deseo de migrar imaginariamente del Perú, de sus problemas urgentes y sus posibilidades utópicas, esa elección revelaba la voluntad de alejarse de la literatura peruana, cuyo cauce más ancho es el realista. Los territorios de la fábula, sin embargo, no son en verdad geográficos. Si los nombres de las ciudades figuran o no en los mapas resulta, a la larga, irrelevante: en los libros de Thays, la realidad de los lugares es tópica y simbólica, no topográfica e histórica.

¿Qué decir, entonces, del lugar que le da título a esta novela? Oreja de perro, ese topónimo extraño, era casi desconocido fuera de Ayacucho y Abancay antes de que, en 2003, en el quinto tomo del Informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación aparecieran, detalladas, las atrocidades que se habían cometido ahí en la década de 1980, durante la guerra interna entre el Estado peruano y Sendero Luminoso. Añado que uno de los poemas más hermosos de Antonio Cisneros -- el elegíaco “Crónica de Chapi”, que está en Canto ceremonial contra un oso hormiguero-- alude a esa zona, donde combatió en los años 60 una columna guerrillera del ELN. En la novela de Thays (y me apresuro a decir que no señalo un desliz de la verosimilitud, sino un trazo deliberado de la escritura), Oreja de perro es una aldea, mientras que en la realidad de Ayacucho, según señala el Informe final de la CVR, se trata de una parte del distrito de Chungui donde se asientan diecisiete comunidades campesinas. Así, el título mismo de la novela encierra una clave: el lugar y su nombre están, en la ficción, transformados, porque designan menos un sitio que un trayecto existencial --el del letrado costeño a la periferia serrana-- y una tarea síquica --la del duelo--.

No hay, en la narrativa peruana de los últimos veinte años, un tema más insistente y transitado que el de la violencia política desatada por Sendero y sofocada por las fuerzas armadas. Dos censos útiles y polémicos de ese fenómeno literario son la antología Toda la sangre, de Gustavo Faverón, y los dos ensayos de Miguel Gutiérrez sobre lo que él llama “narrativa de la guerra”, ahora incluidos en El pacto con el diablo. Por cierto, Thays parece una presencia improbable en la lista de los autores a los que convoca el tema del conflicto armado y sus secuelas, sobre todo porque no pocas veces ha dado la impresión de estar en campaña contra cualquier forma de realismo. Un lugar llamado Oreja de perro está lejos de ofrecerse como una tentativa de documentar la pesadilla más reciente de la historia peruana, pero está igualmente lejos de ser un drama íntimo con escenografía andina. En la tierra (para él) incógnita de los Andes, el periodista limeño no es un intérprete justo ni un testigo fiel de la realidad de los otros: uno de los aciertos de Un lugar llamado Oreja de perro consiste, pienso, en mostrar --sobre todo a través del encuadre del relato y de su trama-- que entre el forastero de Lima y el campo ayacuchano hay, al mismo tiempo, una distancia insalvable y un vínculo visceral. Ningún mensaje afirmativo se puede extraer de ese contacto, porque lo que definen son los vacíos y las carencias: el puente que se tiende entre el narrador y los lugareños es la vivencia de la pérdida. La cercanía física entre el periodista costeño y los campesinos serranos no da lugar a un diálogo ni a un encuentro, pues la novela no desciende a proponer una fantasía reparadora de unidad y reconciliación; a su manera, ni épica ni propagandística, el relato de Thays muestra que en el Perú los traumas históricos persisten y los abismos culturales no han dejado de ser hondos. Un lugar llamado Oreja de perro es, entre otras cosas, un relato sobre personas que no pueden --y, en ocasiones, no quieren-- entenderse plenamente ¿Qué es lo que puede saber y descubrir el narrador? ¿Qué sentido tiene su travesía? Casi al principio del libro, el narrador apunta que al presidente de la CVR, que es filósofo y rector de una universidad, le interesa la Verdad. “A mi el tema que me atraía era el Mal”, agrega. El periodista es (según un lugar ya común en la literatura peruana) un escritor incipiente o trunco, pero no por eso es menos reveladora su posición, que uno asume es también la de Thays: el novelista no intenta esclarecer los hechos de la guerra, sobre los cuales hay textos tan rotundos y certeros como el mismo Informe de la CVR o Muerte en el Pentagonito, de Ricardo Uceda; su propósito, más bien, es el de indagar en los rastros del dolor, en los efectos que la crueldad deja en victimarios y víctimas.

De la capacidad de recordar, más que del inventario de los recuerdos atroces, se ocupa Un lugar llamado Oreja de perro. El relato comienza, significativamente, con el caso de un amnésico en cuya mente no quedan huellas de su familia, a la que perdió en un accidente. ¿La suerte de ese hombre no es mejor que la del padre acongojado que escribe su diario de viaje? Parecería que la respuesta es obvia, pero en otro pasaje se lee esta confesión: “Desde pequeño siempre tuve miedo a perder la memoria repentinamente, en medio de la calle, y no saber cómo regresar a mi casa”. El costo de olvidarlo todo es el extravío, la pérdida de la orientación. Se entiende, por eso, que el viaje guíe la redacción del diario y sostenga la identidad de quien escribe. Y, sin embargo, una paradoja acecha y mina la tarea del personaje: “Pensamos que las fotografías, los recortes de periódico, las cartas, los videos, los testimonios, los recuerdos, sostienen la memoria. Pero no la sostienen, la reemplazan”. También la reemplaza, se diría, el texto acezante, de pausas enfáticas y desiguales, que se ofrece a nuestra lectura. Escribir es, entonces, un modo paradójico de alejar los recuerdos, de liberarse de ellos: una purga, se diría, de la materia oscura y tóxica que se empoza en el interior de la conciencia.

El más terrible y conmovedor de los hechos del pasado sucedió unos meses antes: “La noche en que murió, mientras le daba de comer Paulo me dijo que le dolía la nuca. Acababa de cumplir cuatro años y se cogía la cabeza como si tuviera cincuenta. Tenía el ceño fruncido”. El dolor de la escena se desplaza del hijo al padre, del momento pretérito a la actualidad del recuerdo. Pero, además, la imagen --precisa en su desolación-- fija tristemente la ilusión de un futuro que no ocurrirá: Paulo nunca tendrá más de cuatro años. En el sitio de pena y penitencia que es Oreja de Perro, el padre que no tiene ya a su hijo se une, en cópulas exasperadas, con Jazmín, una huérfana que lleva en el vientre al hijo del asesino de la madre de ella. No hay placer ni armonía en esos encuentros, cuyo erotismo es oscuramente catártico. Jazmín, sin duda, es del todo distinta a las más bien cinematográficas beldades que el narrador prefiere (y que, a la larga, se diluyen algo en un segundo plano de la novela). Mónica, la esposa que acaba de abandonarlo se parece, nos dice, a Mia Farrow; Maru, la joven antropóloga que lo encuentra interesante, es parecida a Dominique Sanda, quien encarnó a una pálida y bellísima Micol en El jardín de los Finzi Contini. Ninguna de las dos, me parece, importa decisivamente en la novela, pues el romance --fallido o posible-- no es lo que la impulsa y le da aliento. De hecho, es sintomático que el diario de viaje desplace y, a la larga, casi suprima la réplica epistolar a la carta de adiós que Mónica le deja al narrador. La mujer con la que el periodista se involucra no está, en absoluto, prestigiada por la idealización romántica: “¿Jazmín? No, imposible contar con ella a futuro. Está embarazada. Piensa que habla con los ángeles. Tiene los dientes parecidos a los de mi ex empleada. Es chola. Está en otro mundo, obvio, un mundo completamente distinto al mío”. A pesar de eso, la relación --tortuosa y extraña-- que se traba entre ambos es el nudo y el centro emocional de lo que sucede en las jornadas del relato. Así, una sombra hedionda y melancólica cubre las ceremonias del sexo: la unión de los cuerpos no celebra los sentidos, sino que sella un pacto de íntima complicidad.

“La altura ha vuelto a afectarme, respiro con dificultad y empiezo a sentir con insistencia el latido de las sienes”, confiesa el narrador. Los síntomas son literales, pero también dan cuenta del estado en que se encuentran el ánimo y la conciencia del protagonista. Paradójicamente, cambiar de ambiente lo sitúa en su verdadera condición: fuera de su medio, el viajero experimenta el malestar (que es, en este caso, un mal estar)de un modo extremo. La estadía en el páramo andino es penosa, pero también reveladora. El lenguaje lacónico y despojado, ocasionalmente pedestre y a veces atravesado por un inesperado lirismo, expresa con bastante eficacia las circunstancias y el temple del protagonista. Solo en ciertos pasajes (pienso, sobre todo, en las conversaciones con Maru) desfallece el estilo y se vuelve tan llano que pierde, en su simplicidad, tensión y resonancia. Esos desniveles esporádicos, sin embargo, no disipan la atmósfera del relato ni desdibujan el perfil del narrador. Por cierto, uno de los rasgos mejor logrados de Un lugar llamado Oreja de perro es la consistencia con la que el novelista crea al personaje central a través de la voz y la experiencia de éste: en toda la obra narrativa de Thays, el periodista que da cuenta de su pesadumbre y su crisis es, creo, la presencia más memorable.

El dolor --físico y moral-- le aporta sustancia y gravedad al mundo representado de Un lugar llamado Oreja de perro. El dolor que impregna al relato no puede, sin embargo, mostrarse natural y espontáneamente, sino bajo la forma del artificio. Al principio de la novela, el cronista hace notar --a propósito de las declaraciones del deudo de una víctima de la violencia-- que “incluso para hacer un testimonio de esa naturaleza había que actuar un poco. O, mejor dicho, sobre todo cuando uno quiere decir una verdad tan grave como aquella debe saber fingir”. En su última novela, la primera de su madurez creadora, Iván Thays demuestra, con intensidad y agudeza, la validez de esa convicción.