Inquisiciones. La bata japonesa de Ribeyro
Abelardo Oquendo
La publicación de epistolarios es todavía infrecuente entre nosotros, pese a lo reveladoras que las cartas pueden ser, a la privacidad de la información hallable en ellas y al acceso a la intimidad del pensamiento de los corresponsales que permiten. Algo sale de vez en cuando a la luz: el año pasado, por ejemplo, el Fondo Editorial del Congreso y el Banco Central de Reserva ofrecieron, en coedición, una buena muestra del valor del género epistolar al dar a la luz, en dos volúmenes, la correspondencia de Raimondi (Antonio Raimondi. Mirada íntima al Perú. Epistolario 1849-1890). Y es de esperar que pronto Yolanda Westphalen, quien trabaja una edición crítica de la correspondencia entre César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, la concluya y la dé a las prensas. Si las cartas escritas por una persona notable son atractivas lo son mucho más cuando pueden leerse con sus respuestas. Esto se puede apreciar en la más reciente entrega de la Hueso húmero (No. 47), que trae cartas cruzadas entre Luis Loayza y Julio Ramón Ribeyro. He aquí un fragmento de una de ellas, firmada por Ribeyro.
“Alida me trajo del Japón una linda bata de seda natural, un kimono, de amplio vuelo y anchas mangas. En la primera oportunidad que estuve libre en casa me la puse y allí empezó el desastre. No había perilla de puerta o esquina de mesita donde no me quedara enganchado. Cada vez que me lavaba las manos el agua me entraba por las mangas. El gato se dedicó a perseguirme y lanzar zarpazos a la flotante vestidura, creyendo que le estaba proponiendo un juego. Como estaba solo tuve que hacer la vajilla y cocinar y en consecuencia me salpiqué todo de detergente y en el momento de freír mi bistec estuve a punto de arder como una antorcha. Comprendí que la indumentaria, la vestimenta, es fruto y está adaptada a un modo de vida y una función. La bata japonesa era lo menos apropiado para un departamento parisién, que son muy pequeños y están atiborrados de muebles y objetos puntiagudos. La bata japonesa es solo cómoda y funcional en una casa japonesa, que está dotada de habitaciones que sin ser grandes son austeras, donde no hay casi muebles. Ni puertas, ni perillas, ni puntas. Aparte de ellos la bata japonesa no va con quien tiene que hacerse todo en casa, sino con quien lleva una vida contemplativa, ocupado en el ocio, la meditación, la conversación, servido por diligentes mujeres y no para quien vive en una sociedad donde la mujer emancipada ha forzado al hombre a compartir los trabajos domésticos más arduos. En suma, archivé la bata japonesa en el ropero y me puse mi vieja, desteñida y personalísima bata de paño. Muchos escritores cometen el mismo error. Atraídos por el exotismo, la moda, el lustre, dejan de lado su indumentaria natural y se revisten de la bata japonesa. Arruinan la bata, todo les sale mal, quedan disfrazados.”
La publicación de epistolarios es todavía infrecuente entre nosotros, pese a lo reveladoras que las cartas pueden ser, a la privacidad de la información hallable en ellas y al acceso a la intimidad del pensamiento de los corresponsales que permiten. Algo sale de vez en cuando a la luz: el año pasado, por ejemplo, el Fondo Editorial del Congreso y el Banco Central de Reserva ofrecieron, en coedición, una buena muestra del valor del género epistolar al dar a la luz, en dos volúmenes, la correspondencia de Raimondi (Antonio Raimondi. Mirada íntima al Perú. Epistolario 1849-1890). Y es de esperar que pronto Yolanda Westphalen, quien trabaja una edición crítica de la correspondencia entre César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, la concluya y la dé a las prensas. Si las cartas escritas por una persona notable son atractivas lo son mucho más cuando pueden leerse con sus respuestas. Esto se puede apreciar en la más reciente entrega de la Hueso húmero (No. 47), que trae cartas cruzadas entre Luis Loayza y Julio Ramón Ribeyro. He aquí un fragmento de una de ellas, firmada por Ribeyro.
“Alida me trajo del Japón una linda bata de seda natural, un kimono, de amplio vuelo y anchas mangas. En la primera oportunidad que estuve libre en casa me la puse y allí empezó el desastre. No había perilla de puerta o esquina de mesita donde no me quedara enganchado. Cada vez que me lavaba las manos el agua me entraba por las mangas. El gato se dedicó a perseguirme y lanzar zarpazos a la flotante vestidura, creyendo que le estaba proponiendo un juego. Como estaba solo tuve que hacer la vajilla y cocinar y en consecuencia me salpiqué todo de detergente y en el momento de freír mi bistec estuve a punto de arder como una antorcha. Comprendí que la indumentaria, la vestimenta, es fruto y está adaptada a un modo de vida y una función. La bata japonesa era lo menos apropiado para un departamento parisién, que son muy pequeños y están atiborrados de muebles y objetos puntiagudos. La bata japonesa es solo cómoda y funcional en una casa japonesa, que está dotada de habitaciones que sin ser grandes son austeras, donde no hay casi muebles. Ni puertas, ni perillas, ni puntas. Aparte de ellos la bata japonesa no va con quien tiene que hacerse todo en casa, sino con quien lleva una vida contemplativa, ocupado en el ocio, la meditación, la conversación, servido por diligentes mujeres y no para quien vive en una sociedad donde la mujer emancipada ha forzado al hombre a compartir los trabajos domésticos más arduos. En suma, archivé la bata japonesa en el ropero y me puse mi vieja, desteñida y personalísima bata de paño. Muchos escritores cometen el mismo error. Atraídos por el exotismo, la moda, el lustre, dejan de lado su indumentaria natural y se revisten de la bata japonesa. Arruinan la bata, todo les sale mal, quedan disfrazados.”