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notas

del blog moleskine literario

Entre el fuego y la calandria

Entre el fuego y la calandria
Visión del Perú desde la narrativa andina

Luis Nieto Degregori

En los albores del siglo XXI, la peruana sigue siendo una sociedad cultural y étnicamente diversa, aunque los sectores dominantes del país se nieguen a admitir esto en todas sus implicancias.[1] Tres son los grandes universos culturales que se puede distinguir en la sociedad peruana (López 1997). Está, primero, un segmento de población, cada vez menor, con un fuerte sustrato cultural indígena y que se expresa en las lenguas quechua, aimara y en varias lenguas amazónicas. Es tan pesada, sin embargo, la carga peyorativa que desde hace siglos arrastra el vocablo "indio" que estos peruanos desde hace unas décadas no se reconocen como tales y prefieren, junto con el resto de la sociedad, el eufemismo de campesino, que alude tanto a su hábitat rural sobre todo en la sierra cuanto a la principal actividad que por lo general desempeñan.
Viene seguidamente el que es el segmento más numeroso de población, el de quienes suman a sus raíces culturales indígenas muchísimos elementos de la cultura occidental. Se trata de un contingente que en las últimas décadas ha migrado del campo serrano a las ciudades y de la sierra a la costa y que está conformado por bilingües quechua-castellano o aimara-castellano o, entre las nuevas generaciones, incluso hablantes monolingües del castellano. "Cholos" es el vocablo con el que mayormente se les identifica, pero por la carga peyorativa del mismo circula más recientemente el término de andinos.
Está por último la población, principalmente costeña, de cultura criolla; es decir, la heredera de los españoles que echaron raíces en suelo peruano y la más cercana por lo mismo a la cultura occidental, aunque tampoco haya dejado de asimilar elementos de las culturas indígenas en varios siglos de convivencia. No está de más señalar, asimismo, que junto a estos tres grandes grupos existen otros, menos numerosos, cuya principal herencia cultural no es ni la indígena ni la occidental, como los afro-peruanos y los peruanos descendientes de migrantes chinos.
Aunque el que sigue es un planteamiento no del todo compartido por la crítica literaria peruana,[2] sostenemos que cada uno de estos universos culturales halla expresión en vertientes literarias distintas, salvo el indígena, cuya literatura se mantiene mayormente todavía en los cauces de la oralidad. La narrativa criolla es así aquella que por su producción, sus textos, su referente y su sistema de distribución y consumo está inscrita en la sociedad y la cultura criollas. Como éstas, la narrativa criolla es la hegemónica en el Perú actual, al extremo de que cuando se habla de narrativa peruana sólo se está hablando la mayoría de las veces de la narrativa producida por escritores criollos, sobre el Perú criollo o en general el mundo occidental y para ser difundida principalmente en Lima y las principales ciudades de la costa.
La narrativa andina, por su parte, es la producida, como señala Osorio (1995: 9-10), por intelectuales provenientes de las clases medias o medias altas provincianas y que están permeados por elementos culturales de raíz indígena. El universo representado puede ser el rural y el indígena pero ya no como componente básico pues la andina es una narrativa predominantemente urbana y mestiza en la que Lima, como foco de atracción de migrantes de los diversos estratos sociales provincianos, ocupa un lugar preferente, casi igual o más importante que el de las pequeñas y grandes ciudades de la sierra.
Un Congreso Internacional de Narrativa Peruana que se desarrolló en Madrid en mayo del 2005 jugó un papel importante para que los escritores andinos salieran finalmente de la relativa invisibilidad en la que se encontraban. Los planteamientos que defendieron estos en el Congreso provocaron una acre polémica en la prensa peruana que, si bien abundó más en el intercambio de agravios que en el de argumentos, sirvió en última instancia para que a la narrativa andina se le reconociese carta de ciudadanía. Significativamente, uno de los argumentos más manejados por los críticos y los escritores criollos fue el que la posición de los escritores andinos se reducía a un reclamo de mayor reconocimiento. Como se repitió varias veces, dichos escritores, más que representar una corriente en la literatura peruana, serían un grupo de resentidos empeñados en que sus fotos aparezcan más grandes en los periódicos.
Lo que debiera quedar claro de este tipo de argumentos es que si se olvida que la sociedad peruana es pluricultural y profundamente fragmentada, se puede caer muy fácilmente, al emprender el estudio de sus literaturas, en la banalización de las diferencias que separan a sus distintas tendencias literarias, una hegemónica, otras todavía subalternas. Eso que parece un simple reclamo de mayor atención por parte de la crítica es en realidad una de las formas de protestar contra la situación de subalternidad. Las diferencias entre la narrativa criolla y la andina no son, como se piensa erróneamente, de carácter geográfico, sino socio-cultural. Por lo mismo, una y otra vertiente ofrecen, a la larga, una visión distinta del Perú, lo cual resulta crucial en circunstancias en las que se está procesando, aunque muy lentamente, el socavamiento de la posición de dominación de eso que Matos Mar llamó la “vieja República Criolla”.[3]

Visiones encontradas

Mario Vargas Llosa, en Conversación en la Catedral (1969), es el escritor que más hondo ha calado en la crisis en que está sumida la sociedad criolla desde los años cincuenta del pasado siglo XX. No es casual por ello que la pregunta que se hace Zavalita, ¿en qué momento se jodió el Perú?, haya dado pie a sinnúmero de coloquios, seminarios, debates, artículos periodísticos, etc., etc., que se preguntan lo mismo, pero sin tomar consciencia de que lo que se jodió para unos, la minoría culturalmente criolla, significó el comienzo de significativas mejoras para otros, las mayorías culturalmente indias y cholas.
Así, en una investigación sobre visión de progreso del poblador urbano del Cusco realizada a fines de los noventa (Fernández Baca y Nieto 1997), se encontró que hasta los más pobres de los entrevistados pertenecientes al sector popular marginal perciben una mejora en sus condiciones de vida con relación a su niñez porque se han librado del estado de servidumbre al que estuvieron sometidos ellos mismos o sus progenitores hasta fines de los sesenta, cuando la Reforma Agraria sancionó el final del ya bastante resquebrajado sistema de hacienda.
Sobre la denigrante experiencia de la servidumbre, uno de los entrevistados en la mencionada investigación cuenta:
“Mis padres eran campesinos, hijos de campesinos. Ellos trabajaban como peones de un hacendado apellidado Bravo. Mi padre era prácticamente pongo de esa hacienda y vivíamos de las pocas tierras que teníamos. Éramos once hermanos y como mis padres no tenían cómo mantenernos, nos entregaron a otras familias. Yo, por ejemplo, no conozco a varios de mis hermanos porque éstos, cuando eran pequeños, tuvieron que irse a diferentes lugares” (Fernández Baca y Nieto 1997: 26-27).
Salir del estado de servidumbre fue una experiencia liberadora para millones de peruanos, pero esto suele ser incomprendido por quienes no padecieron esta situación. Otra entrevistada, que de niña fue entregada a un convento para que realizara labores de limpieza, resume este sentir:
“Cuando una trabaja por su cuenta se siente más tranquila. En el convento ni siquiera había comida. En cambio, ahora yo misma me preparo, acomodándome de acuerdo a lo que tengo. Me siento más libre, nadie me molesta, no tengo nadie que me ordene. De esa parte estoy feliz” (Fernández Baca y Nieto 1997: 49).
El enorme malentendido que se genera a partir de la visión criollocéntrica de Conversación en la Catedral y sus centenares de despistados exegetas tiene su contraparte en el planteamiento arguediano de un Perú de “todas las sangres”, un horizonte utópico que ha calado hondo en el imaginario de los peruanos. La visión arguediana, encarnada en el entrañable personaje de Rendón Willka y plasmada en un sinnúmero de otros escritos, supone una sociedad en la que todas sus culturas coexistan en igualdad de condiciones, sin el dominio de unas sobre otras.
“Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos juntos, nos hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos apretando a esta inmensa ciudad [Lima] que nos despreciaba como a excremento de caballos. Hemos de convertirla en pueblo de hombres que entonen los himnos de las cuatro regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz donde cada hombre trabaje, en inmenso pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los dioses montaña donde la pestilencia del mal no llega jamás”, escribió, por ejemplo, Arguedas (2004: 269) en su himno-canción “A nuestro padre Túpac Amaru”.

La narrativa andina actual y su visión del país

La narrativa andina es heredera de la indigenista. Es más, buena parte de la narrativa considerada indigenista por la crítica académica es ya, si se es riguroso en el análisis, narrativa andina. Podemos sostener así que José María Arguedas no es el último escritor indigenista sino, por lo menos desde Los ríos profundos (1958), el primero de los escritores andinos. De hecho, me parece que la obra de Arguedas, siguiendo el paso a los cambios que experimenta el Perú, va evolucionando poco a poco de la preocupación por el conflicto entre señores e indios característico del indigenismo al desvelo por el conflicto, más abarcativo espacial y socialmente, entre lo andino y lo occidental.
A diferencia de la indigenista, la narrativa andina no ha tenido la suerte de ocupar un lugar importante en el panorama literario nacional. Por el contrario, la narrativa andina aparece en escena desde un comienzo no sólo prácticamente obligada a negar su filiación indigenista dado el descrédito en que había caído esta corriente sino condenada a una situación de subalternidad por su persistente interés por lo rural y las pequeñas ciudades de la sierra; es decir, franjas ambas de la realidad peruana que a los ojos de la crítica tenían un inocultable tufillo telúrico o arcaico. Tan clara era esta situación de subalternidad que la autoafirmación de los escritores andinos iba en el sentido de reclamar para sí el mismo status que sus contrapares criollos, los supuestos productores de una narrativa moderna en el Perú, a la vez que rechazaban airadamente que se los "encasille" o "etiquete" como indigenistas, neo-indigenistas o regionalistas.
Sólo en los noventa, al descubrir que la “peruanidad” es potestad de un sector social y cultural bien definido, el criollo, los herederos de Arguedas renuncian a aspirar a ella y empiezan a utilizar cada vez con mayor frecuencia el término de narrativa andina para referirse a su producción literaria y diferenciarla de la narrativa que llaman criolla.
Un estudio de la narrativa andina considerando su especificidad y contraponiéndola a la narrativa criolla está todavía pendiente, pero nos atrevemos a adelantar que los escritores de esta vertiente están realizando un esfuerzo por ofrecer una imagen más abarcadora del Perú actual tanto en lo que se refiere a los distintos actores sociales, incluidos por supuesto los que emergen del universo indígena, como a los procesos que el país ha vivido en las últimas décadas, y están aportando a la construcción de nuevas identidades que tienen como materia prima fundamental lo andino. Para ello recurren a elementos tan variados como el mito de raigambre prehispánica y la historia, las canciones y danzas, la religiosidad popular y la fiesta, el relato oral antiguo y moderno; es decir, todas aquellas manifestaciones que conforman el imaginario cultural andino y que son en buena parte herederas de las culturas que se desarrollaron en suelo peruano antes de la llegada de los españoles.
Para presentar la visión del país que encontramos en la producción de los narradores andinos, nos detendremos a continuación en temas como el proyecto de nación que plantean algunos narradores, la violencia política, el migrante como símbolo del Perú emergente, la revaloración de la tradición y la subjetividad en la disyunción.

Proyecto nacional

Edgardo Rivera Martínez, con la novela Libro del amor y de las profecías, y Oscar Colchado Lucio, con Rosa Cuchillo, ofrecen sus particulares visiones del rumbo qué debería tomar la sociedad peruana para superar la brecha que todavía separa a sus distintos universos culturales. Así, si la utopía arguediana era la de un Perú de “todas las sangres”, Rivera Martínez propone un mestizaje armonioso en el que en igualdad de condiciones convivan la cultura occidental y la andina. Colchado, por su parte, apuesta por un mesianismo de corte indígena como única manera de acabar con la secular marginación de este sector de la población nacional.
De las muchas y variadas lecturas que se pueden hacer de un texto tan rico como el Libro del amor y de las profecías, llama la atención la propuesta de mestizaje que alcanza su autor, que es y no es similar a la que Arguedas, otro escritor desvelado por esta problemática, planteó en sus obras. Es afín a la arguediana en tanto se sostiene sobre el rescate y revaloración de las manifestaciones culturales de raíces indígenas, pero se empieza a alejar por cuanto se hace hincapié, casi con igual fuerza, en la necesidad de apropiarse de todo el acervo de la cultura occidental.
No es que Arguedas renunciara a esta riqueza, que la repudiara, pero la materia prima que utilizaba para la construcción de sus ficciones, los referentes a los que recurría para impactar emocional o intelectualmente al lector, eran mayoritariamente de temple andino. Rivera Martínez, en cambio, no sólo nos muestra un universo cuyos personajes se emocionan por igual con un huayno cuzqueño o con piezas de música culta de compositores europeos, sino que además, en lo que se percibe más nítidamente la opción del narrador, construye ese universo sustentándolo casi en iguales proporciones en referentes andinos y occidentales.
Así, el personaje que escribe el diario que estructura la novela tiene nombres españoles, Juan Esteban, pero apellido quechua, Uscamayta. El diario mismo es equiparado por su autor con el "libro maravilloso, con respuestas para todos las preguntas", que tenía Astolfo, personaje de Orlando el Furioso. Una de las figuras femeninas centrales, a la que el autor del diario profesa un amor platónico, se llama Urganda, como un personaje del Amadís de Gaula, y tiene además los mismos atributos pues puede avizorar el porvenir. El otro importante personaje femenino, al que Juan Esteban ama carnalmente, se llama Justina, tal vez en homenaje a esa entrañable muchacha del Warma kuyay de Arguedas, y es una mestiza de polleras encargada de introducir en la novela el mágico universo de la tradición oral de fuentes indígenas, tanto andinas como amazónicas.
Es, sin embargo, en el amestizamiento del mito sobre Jauja donde mejor se percibe la importancia que Edgardo Rivera Martínez atribuye a lo mestizo tanto para el universo de la ficción como para esa realidad que lo inspira, la sociedad jaujina y, por extensión, la peruana. Así, por citar sólo un asunto emblemático y que atañe a la tercera figura femenina de la novela, Celeste Gandarías, si en el mito sobre Jauja creado por los europeos se habla de que en la ciudad existe un "tapiz con el orbe todo", el manto que borda Celeste, criatura de inusual belleza, es también una "suma cósmica" y está poblado de seres nativos de los Andes, reales y míticos: colibrís, cantutas, pilhuamanes o halcones y amarus, cada uno premunido de la compleja simbología que hasta hoy les atribuye el hombre andino.
Una característica muy singular del universo mestizo que muestra Rivera Martínez en su novela es su armoniosidad. Como dice Urganda, en él "todo discurre como en una isla apacible y lejana". La vida provinciana en dicho universo, nuevamente con palabras de Urganda, "no tiene el carácter tedioso, frecuente en otras partes, y muchas veces siniestro." La relación de Juan Esteban Uscamayta con Justina, por ejemplo, no sólo no es desigual ni le ocasiona conflictos interiores a éste sino que además tampoco es censurada por el entorno, como cabría esperar en una sociedad casi estamental como era la peruana en los años sesenta. En esto, hay que recalcarlo, el universo arguediano es radicalmente distinto, como lo muestra, trazando un paralelo con situaciones parecidas, la relación entre esa otra Justina, la de Warma Kuyay, con el Kuto y con Ernesto.
¿Es que estamos tal vez ante una representación del mestizaje cercana a la que es elaborada desde hace tanto tiempo por buena parte de la intelectualidad criolla y que nos pinta un proceso armonioso que arranca al día siguiente de la conquista, con el Inca Garcilaso como su figura paradigmática? ¿Puede en general caber la armonía en un hibridamiento de razas y culturas que tiene como signo la violencia, la imposición, como lo muestra irrefutablemente el hecho de que durante siglos los mestizos nacían, salvo contadas excepciones, de varón español o criollo y mujer india?
Dos son los rasgos, me parece, que particularizan la representación del mestizaje que encontramos en ese "Libro de los Destinos" que es la novela. Por un lado, una real, y no sólo retórica, no sólo en las palabras como en el caso de la postura criolla, reivindicación de los componentes indígenas de nuestra cultura, encarnados en Justina y en parte de las vivencias y la sensibilidad de Juan Esteban Uscamayta. Por otro, un tratamiento de lo mestizo como armonioso sobre todo en un plano mítico, utópico. En otras palabras, la Jauja que Rivera Martínez coloca en la geografía literaria parece ser ante todo el ideal en el que el Perú debiera mirarse para sanar de su heridas y aspirar a un futuro. "Estamos lejos de los acontecimientos que hacen historia -dice en algún momento Urganda refiriéndose a este espacio mítico-, y si bien sufrimos muchas de sus consecuencias, todo asume aquí una coloración mucho más amable, más luminosa."
De signo muy distinto son los planteamientos de Oscar Colchado en la novela Rosa Cuchillo. Miguel Gutiérrez (1999: 41) ha calificado este libro de “una suerte de Divina Comedia andina” que se desarrolla en medio de una guerra, la desatada por Sendero Luminoso en los años ochenta y noventa. Rosa Cuchillo, la protagonista de la ficción, y el personaje que al mismo tiempo deambula por el mundo de los muertos, es la encarnación terrena de la diosa Caravillaca y al mismo tiempo madre de Liborio, el joven indio que es enrolado por la fuerza en las filas de Sendero Luminoso. Desde este momento, como señala Gutiérrez, el personaje realizará un doble aprendizaje. Comprenderá:
“que el grupo rebelde, con su ideología de origen foráneo y su radical racionalismo, en el fondo participa del mismo pensamiento de los mestizos y mistis que ya han perdido su relación con el mundo mágico andino de carácter panteísta; y que el doloroso aprendizaje de las artes de la guerra revolucionaria es necesario para que más adelante los naturales emprendan su propio movimiento reivindicativo” (Gutiérrez 1999: 40).
Apelando al mito de Inkarri, Colchado presenta los años de violencia como el inicio del Pachacuti, el gran cambio que pondrá el mundo al revés y que posibilitará que los que ahora sufren, gocen. Liborio, que es el personaje que hace esta lectura mesiánica de los sangrientos episodios de la guerra desatada por Sendero, concibe así el rol que les toca jugar a los indios:
“Lo deseable sería un gobierno donde los naturales netos tengamos el poder de una vez por todas, sin ser solo apoyo de otros. Ahí sí, caracho, volveríamos a bailar sin vergüenza nuestras propias danzas, en vez de esos bailes del extranjero; hablaríamos de nuevo el runa simi, nuestro idioma propio; adoraríamos sin miedo de los curas a los dioses en los que tenemos creencia todavía. Sólo si así era la condición, valía la pena luchar; si no, ¿por qué pues? ¿Para que otros blancos sigan haciéndonos vivir como a ellos les gusta?” (Colchado 2005: 77).
Tal la solución exclusivamente indígena del problema nacional que se plantea en Rosa Cuchillo, que implica además un claro deslinde con el proyecto autoritario de Sendero Luminoso. “De seguir en esta lucha los naturales sólo seremos apoyo de los nuevos patrones que al final nos gobernarán, más buenos que los actuales quizás, pero patrones siempre”, manifiesta en algún episodio de la novela Liborio, un personaje que por su ímpetu liberador quiere competir con el Rendón Willka de Todas las sangres.

La violencia política

Sobre la época de la violencia se han generado diversos discursos, los más importantes quizás el producido desde las ciencias sociales por los así llamados senderólogos y el manejado desde el Estado en tiempos de Fujimori, que básicamente vendía la imagen de un jefe de gobierno y unas fuerzas armadas victoriosos sobre el terrorismo y que llegó a ser casi hegemónico. La literatura genera también un discurso sobre la violencia, pero este tema no llegó a ser central en la narrativa peruana ni siquiera en los momentos más álgidos del conflicto interno. La explicación más frecuente que se aventuraba entonces y a la que se sigue apelando en la actualidad era que se necesitaba cierta distancia, una necesaria perspectiva, para abordar con rigor la violencia en la literatura. Tal argumento, sin embargo, resulta poco convincente y tal vez debiéramos indagar más en otra explicación, la del fenómeno de “ceguera colectiva” que en su momento aquejó a la sociedad peruana.
Como lo ha mostrado el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, en efecto, la guerra interna fue, diciéndolo crudamente, un asunto de indios y de cholos. Es cierto que el establishment en algún momento se vio amenazado, pero esa minoría que tiene en sus manos las riendas del país y a la que pertenece el grueso de escritores no sufrió en carne propia la violencia, salvo casos muy aislados. Mientras el Perú estuvo desgarrado por el conflicto interno fueron más pues los escritores que por indiferencia o incomprensión prefirieron cerrar los ojos ante un fenómeno que estaba socavando los fundamentos mismos de nuestra sociedad. Lo dijo Antonio Cornejo Polar en 1994 y lo repitió el crítico norteamericano Efraín Kristal el 2004: “La narrativa peruana enmudece frente a la violencia sin límites que desangra el país”.[4]
Con todo, el mérito de explorar el tema de la violencia en la literatura peruana les pertenece a los escritores andinos. La explicación de esto quizás radique en el hecho de que estos escritores se sentían culturalmente más cercanos de los actores y víctimas del conflicto y por lo mismo estaban más sensibilizados por la tragedia que año tras año iba ganando en proporciones. Herederos de la larga tradición indigenista, estos escritores no hicieron otra cosa que seguir la huella de quienes los habían precedido en el ejercicio de la literatura: dieron cuenta del drama que estaban viviendo las poblaciones serranas de indios y mestizos que quedaron atrapadas entre dos fuegos: el desatado por los grupos subversivos y el de respuesta de las fuerzas represivas del Estado.
Más aún, cuando hacia 1986 aparecieron los primeros textos que, desde la ficción, daban cuenta de la guerra interna, los escritores que los producían empezaron recién a reclamarse como “andinos” y a contraponer su narrativa a la criolla, la más abundante y con mayor reconocimiento de parte de la crítica nacional (Nieto 1998, 2000). Así, en una antología de cuentos publicada en el 2000 y que recoge obras producidas entre 1986 y el 2000, el profesor norteamericano Mark Cox reúne a quince autores, de los cuales doce se reclaman escritores andinos, y señala que hay una relación directa entre la producción sobre el tema de la violencia y un “boom” de la narrativa andina (Cox 2000: 10).
La narrativa sobre la violencia, también la producida por los escritores andinos, es sumamente diversa y empieza recién a ser estudiada. Será tarea de la crítica literaria determinar las diferencias entre la narrativa andina sobre la violencia de escritores como Oscar Colchado, Enrique Rosas Paravicino, Zeín Zorrilla, Feliciano Padilla, Jorge Flores Aybar, Julián Pérez, Sócrates Zuzunaga, Jaime Pantigozo y Mario Guevara de la narrativa criolla del mismo signo de autores como Mario Vargas Llosa, Alonso Cueto, Pilar Dughi, Santiago Roncagliolo, entre otros. Aquí nos limitaremos a señalar que las distancias entre los universos representados pueden ser grandes, como se aprecia, por ejemplo, al comparar la ya mencionada novela Rosa Cuchillo de Colchado Lucio con Lituma en los Andes de Mario Vargas Llosa.
Así, si la novela de Colchado se estructura en torno a los mitos andinos, tanto los de los antiguos peruanos recogidos en documentos coloniales como los de los actuales pobladores de cultura indígena, y estos sirven para mostrar la manera distinta de concebir el mundo que tienen los indios, en Lituma en los Andes Vargas Llosa apela al mito para mostrar que el indio se encuentra todavía en estado de barbarie y que es este estado el que explica la violencia política que azotó al Perú.[5] Es lo que manifiesta Misha Kokotovic (2004: 84) al analizar la novela de Vargas Llosa:
“La persistencia de las cultura indígenas no es un simple obstáculo para la solución de los apremiantes problemas sociales, sino que es el problema en sí que toma forma en Sendero Luminoso, el cual en su opinión (la de Mario Vargas Llosa) no es más que una manifestación de la barbarie indígena.”

El migrante como símbolo del Perú emergente

Hay consenso entre los científicos sociales que fueron las grandes oleadas migratorias del campo a las ciudades y de la sierra a la costa, principalmente a Lima, las que han cambiado el rostro del Perú en los últimos cincuenta años. Resumiendo el significado de eso que ha llamado la primera gran transformación de la sociedad peruana, el antropólogo Carlos Iván Degregori (2004: 169) manifiesta que los migrantes gestaron “una forma diferente de sentirse peruano, de perfilar una comunidad nacional y de construir identidades socioculturales.”
Más aún, este investigador señala que gracias a las redes de parentesco, a la tradicional reciprocidad andina y a una ética del trabajo originada todavía en las comunidades indígenas, los migrantes lograron abrirse un espacio en Lima y en general en las ciudades y generaron toda una dinámica de economía informal. “El proceso de urbanización coincidió así -concluye Degregori (2004: 171)- con la conformación de una importante burguesía comercial, mestiza e indígena, que formó “economías étnicas” en emporios como el jirón Gamarra o el mercado de Caquetá.”
La narrativa andina se ha interesado por este proceso y ha hecho de Lima unos de los escenarios privilegiados de sus ficciones, convirtiendo a los migrantes en protagonistas de novelas y cuentos. Es el caso de Rosaura, el personaje principal de la novela Las mellizas de Huaguil, del escritor huancavelicano Zeín Zorrilla. Tras abandonar su pueblo natal, en las serranías de Huancavelica, esta joven mujer recorre el mismo periplo que millones de migrantes, recalando primero en Huancayo, donde se gana la vida como juguera en el mercado, y luego en Lima, donde será vendedora de frutas, costurera y finalmente propietaria de una empresa cada vez más próspera de confecciones textiles. Inés, en cambio, su hermana melliza, que permaneció en Huaguil al cuidado de su madre, será testigo de los sucesos que trastornaron el universo rural por la misma época: la reforma agraria, primero, y la guerra desatada por Sendero Luminoso, después.
Rosaura, como ha señalado Miguel Gutiérrez (1999: 112), “se convierte en símbolo de la dura gesta de los migrantes que triunfan en la gran urbe”. Este ascenso social, sin embargo, como es casi regla en nuestro país, va acompañado de una renuncia a la identidad cultural e incluso a la filiación familiar, al extremo que Rosaura incluso va cambiando de nombre a medida que se aleja de su olvidado pueblo natal: es Charo en el mercado de Huancayo y la señora Katy cuando finalmente llega a ser alguien en la capital.
Aquilatando la temática innovadora de esta novela, Gutiérrez (1999: 112) ha dicho que “constituye en el nivel temático una gran apertura para comprender los dramas humanos, individuales y colectivos, que se generan por la transformación de las sociedades andinas.”

La revaloración de la tradición

El andino es un pueblo festivo por excelencia, un pueblo que ha convertido las celebraciones patronales en verdaderas fiestas populares en las que tan importantes como los servicios religiosos son los bailes, las comidas y la bebida. Más aún, hay comidas típicas que se preparan sólo para determinadas fiestas, así como hay bailes que son propios de otras.
La mayor parte de fiestas y de lejos las más importantes están relacionadas con el calendario religioso católico, aunque una mirada más atenta y una indagación en el pasado prehispánico mostrarán que estas fiestas guardan todavía relación con el calendario ritual de los antiguos peruanos. Es el caso, por citar un ejemplo, de la hermosa fiesta del Corpus Christi en el Cusco, relacionada con el Inti Raymi o Fiesta del Sol de los Incas, así como con ancestrales rituales por la culminación de las labores agrícolas del maíz y la papa, los principales alimentos andinos.
Las fiestas, como señala Degregori, son un marcador de identidad que en la actualidad continúa actuando potentemente. Así, refiriéndose a la fiesta del Señor de Qoyllur Rit’i, manifiesta que este culto, expresión de “sincretismo entre la devoción católica a Jesucristo y la andina al Apu Ausangate”, se ha desterritorializado, celebrándose no sólo al pie del nevado cuzqueño sino también en Lima e incluso en Estados Unidos. “Si en la peregrinación al santuario del Ausangate se reafirman y contrastan las diferentes “naciones” indígenas, en Lima la festividad es símbolo de cusqueñismo y en el extranjero, de peruanidad”, escribe Degregori (2004: 185).
La narrativa andina, desde que Arguedas publicara su Yawar fiesta en 1941, no ha dejado de manifestar interés por esta expresión de la cultura de los pobladores andinos. Es el caso de la novela El Gran Señor (1994), del escritor cusqueño Enrique Rosas Paravicino, centrada precisamente en la festividad de Qoyllur Rit’i.
El tema central de la novela es la peregrinación al santuario del Ausangate, sin duda una de las fiestas más coloridas y mágicas de los Andes peruanos. La novela, al contrario de lo que se podría pensar, no se centra en el conflicto de continuidad y cambio, sino en mostrar cómo una galería de personajes de todo estrato social y de diversas procedencias vive la fiesta. La novela, por lo mismo, abarca todos los aspectos de las festividades del Señor de Qoyllur Rit'i, desde la peregrinación al santuario hasta la sacrificada procesión a Tayankani; desde las diversas danzas con las que los campesinos expresan su devoción al Señor hasta el ascenso nocturno de los "pabluchas" al glaciar, de donde descenderán cargando bloques de hielo en señal de penitencia; desde el "juego de las casitas", en que piedras y simples papeles representan todos los bienes deseados por los peregrinos y el dinero que puede facilitar su compra, hasta las ceremonias, también simuladas, de bautizo o matrimonio; todo esto sin olvidar un repaso de los orígenes de la fiesta y los cambios que ha sufrido a lo largo del tiempo.
El Gran Señor es sin duda tributario de Yawar Fiesta y comparte con esta obra la fuerza expresiva y el poder de introducir al lector, e involucrarlo, en el universo festivo de los Andes. Sin embargo, en la novela de Rosas Paravicino el tema central no es, como en Yawar Fiesta, el de los diversos conflictos que suscita una fiesta tradicional. La fiesta religiosa, en El Gran Señor, no enfrenta a diversos sectores de la sociedad, como sí lo hacía la corrida en el Puquio que describe Arguedas. La fiesta de Qoyllur Rit'i es, por lo contrario, ecuménica, convoca los sentimientos y el fervor tanto del campesino de las comunidades más alejadas como del poblador de las principales ciudades del sur andino.
Varios son los recursos, no obstante, que Rosas Paravicino emplea para paliar lo que podríamos llamar la "neutralidad" del tema central de su novela y para enriquecer el entramado de la misma. La introducción de una línea argumental que narra la actuación de un grupo de Sendero Luminoso en la zona y que se entrecruza con otras historias de la novela, parece perseguir justamente esto. La reiterada apelación a la historia apunta en la misma dirección y va desde episodios de la rebelión de Tupac Amaru y la actuación en ella, del lado de la corona española, de Mateo Pumacahua hasta pasajes del conflicto que se da a comienzos del siglo XX entre los mistis de Ocongate, el pueblo más cercano al santuario, y los hacendados de Lauramarca, uno de los latifundios más grandes del Cusco.
Por lo demás, el lenguaje con que está escrito El Gran Señor, si bien no respeta los cánones literarios del castellano estándar, es quizás el mayor logro de la novela. Este lenguaje es una manifestación patente de la enorme gama de recursos expresivos que tiene eso que los lingüistas llaman "castellano andino".

La subjetividad en la disyunción

Disyunción es un término que emplea el historiador francés Nathan Wachtel para describir el modo de sometimiento colonial de las poblaciones andinas, caracterizado por una fuerte separación entre la cultura europea dominante y las culturas dominadas basada en el concepto de raza y que ha dejado una herencia de exclusión visible hasta la actualidad en las repúblicas andinas (ver Degregori 2004: 13-14)
Nosotros utilizamos aquí el término para presentar a esos personajes desgarrados entre su identificación con uno de los universos culturales de nuestro país y su pertenencia a otro, como el Ernesto de Los ríos profundos. El personaje autobiográfico de Arguedas está profundamente identificado con la cultura quechua, pero no está libre de conflictos interiores, como los que enfrenta en su relación con las mujeres. Ya Antonio Cornejo Polar hizo notar que la relación de Ernesto con las señoritas de la ciudad de Abancay es muy compleja: no las conoce y las considera seres lejanos, pero lo inquietan y llega a enamorarse de una de ellas, Salvinia. Al final, es cierto, Ernesto se inclina por el mundo de las mestizas, de los colonos, de los indios, pero no dejamos de sentir esa tensión que tanto marca a los peruanos nacidos en el mundo andino o que han tenido estrecho contacto con él.
La niña protagonista de Ximena de dos caminos, novela de la escritora jaujina Laura Riesco, se enfrenta a un conflicto similar. Nacida en el seno de una familia acomodada de la ciudad minera de La Oroya, Ximena va intuyendo poco a poco las tensiones que fracturan el en apariencia sólido mundo que la rodea. Así, si el Ama Grande, una sirvienta de origen indígena que encandila a la niña con sus cuentos y mitos andinos, parece ser un miembro más de la familia, un niño indio con el que Ximena tropieza camino al mercado y al que ella no deja tocar sus muñecos de peluche, se convertirá en una presencia desasosegante que la sumirá en un profundo sentimiento de culpa.
James Higgins, en su Historia de la literatura peruana, señala que en el episodio que acabamos de glosar “Ximena descubre la realidad de su propio país y si su conciencia infantil le impide comprenderla como haría un adulto, intuye las injusticias cometidas por su clase contra el pueblo indígena, se siente oscuramente responsable de ellas y se siente impulsada a repararlas” (Higgins 2006: xxx)
La visión del país que ofrece la narrativa andina no se agota, por supuesto, en los temas presentados. Asuntos como el de las rebeliones indígenas de fines del siglo XIX y comienzos del XX, el del bandolerismo y el de la descomposición del sistema de hacienda, que muestran claramente la filiación indigenista de esta narrativa, han sido tratados en novelas o conjuntos de relatos como No preguntes quién ha muerto (1989), de Marcos Sauri Montero; Cordillera Negra (1985), de Oscar Colchado; ¡Aquí están los Montesinos! (2006), de Feliciano Padilla; ¡Viva Luis Pardo! (1996), de Colchado; Carretera al purgatorio (2003), de Zeín Zorrilla, entre otros.
En el otro extremo, temas novedosos que expresan las transformaciones más recientes que está experimentando la sociedad peruana, también son abordados por esta narrativa, como el del impacto del turismo en sociedades tradicionales de la sierra. Estamos descubriendo así, con personajes como los de los bricheros,[6] facetas de nuestra realidad a través de “la mirada del otro”, algo que resulta importante pues, como señala Degregori (2004: 182), esa mirada “valora aspectos de nuestro ser que no habíamos descubierto o a los que tal vez no dábamos importancia.”
En suma, como en su momento la literatura indigenista, la narrativa andina ocupa un lugar importante en la producción literaria peruana de fines del siglo XX y comienzos del XXI.

Bibliografía

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NOTAS

[1] El tópico de la multiculturalidad de la sociedad peruana y sus implicancias para la narrativa que se produce en el país lo he tratado en numerosos artículos a lo largo de los últimos años (Nieto 1995, 1998, 2000 y 2005). Los párrafos que siguen a continuación y algunos otros pasajes de este ensayo son un apretado resumen de lo presentado en esos artículos.

[2] Son los propios escritores de la vertiente andina de nuestra narrativa quienes, ante la omisión de los críticos, se han reclamado como productores de una literatura diferente a la criolla (confrontar, por ejemplo, Osorio 1995, Flores Aybar 2004, Zorrilla 2004).Escuchando estas voces, en años recientes .algunos críticos han empezado a dejar de lado conceptos como los de literatura neoindigenista o literaturas regionales para asumir el de literatura andina. Es el caso de Mark Cox (2004) y, más recientemente, de Ricardo González Vigil, quien sostiene: “Aunque el crítico Tomás G. Escajadillo, en su informado estudio La narrativa indigenista peruana (1994), sigue llamando neoindigenista a la narrativa sobre la realidad andina posterior a los años 60, cada vez cobra más cuerpo la posición que desecha la etiqueta “neoindigenista” para utilizar el membrete “narrativa andina” (González Vigil 2006:7).
[3] Calificando la andinización de Lima y en general del país como “desborde popular”, Matos Mar hizo notar que era justamente Lima la que “comenzaba a esbozar el nuevo rostro peruano, que pugna por lograr una forma definida y que tratará de legitimarse venciendo toda resistencia opuesta por la ya debilitada maquinaria de la vieja República Criolla. Algunos de los rasgos de ese rostro son ya suficientemente claros como para que podamos imaginarnos su contenido final: se trata de una fusión interregional de culturas, tradiciones e instituciones con fuerte componente andino" (Matos Mar 1984: 90-91).
[4] Efraín Kristal (2004: 66) cita estas palabras que Cornejo Polar pronunciara en una conferencia publicada póstumamente por Kart Kohut, José Morales y Sonia Rose en el libro Literatura peruana hoy: crisis y creación (Ed. Vervuert. Francfort y Madrid, 1998). Este crítico, por lo demás, maneja otra hipótesis para explicar el silencio de los escritores peruanos, manifestando que quizás se deba a “las incertidumbres y ambivalencias de aquellos escritores cuyos sentimientos de indignación en cuanto a la miseria y al sufrimiento de las poblaciones indígenas del Perú ya no van acompañadas automáticamente de un entusiasmo revolucionario del tipo que Vargas Llosa pudo expresar en la “Literatura y el fuego”” (Kristal 2004: 66).
[5] Sobre esto mismo, el crítico literario Manuel Baquerizo ha manifestado lo siguiente: “Vargas Llosa imagina el mundo y la cultura de los Andes como el lugar de la barbarie, del primitivismo y la irracionalidad. Colchado, en cambio, con conocimiento íntimo y familiar, pinta un pueblo que ama ante todo su entraña comunitaria, que conserva su tradición y que rinde culto a la naturaleza” (Baquerizo 1998: 21).
[6] Ver al respecto el artículo de Víctor Vich “”La nación en venta”, que analiza al personaje del brichero como encarnación de “algunas de las tensiones básicas -económicas y culturales- que se producen en un país periférico en su voluntad de participar en las lógicas del mundo contemporáneo” (Vich 2006: 93).
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