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notas

del blog moleskine literario

Lindbergh

Así que todo se resume a esto. Una mañana entera viendo el rostro de Paulo y el mío en la televisión. Diez periodistas haciendo guardia en la entrada de mi edificio. Tres policías interviniendo el teléfono mientras leen un periódico de fútbol en el comedor. En cualquier momento se comunicarán. Esperar es todo lo que me queda. He llamado a Lucía para decirle que, por supuesto, hoy no haré el programa. Ella se ha puesto a llorar en el teléfono. Es imposible que esto te esté pasando a ti, dijo. Pues me está pasando. Colgué. No puedo evitar pensar en ella como una enemiga. ¿Quién no se convierte en un enemigo cuando han secuestrado a su hijo y tiene que estar encerrado en un cuarto con la cama sin tender, viendo fotos en los noticieros, oyendo declaraciones de supuestos amigos, de policías, de vecinos? Por ejemplo, qué extraño ver a Felipe en el noticiero del canal donde trabajo hablando de mí en tercera persona, diciendo que espera que no me convierta en el Lindbergh peruano.

Escribí Lindbergh en el buscador. Me enteré de algunas cosas. Supe, por ejemplo, que el 29 de enero de 1928 llegó a Maracay, Venezuela. Visitó el Panteón Nacional, la Casa Natal del Libertador, el Salón Elíptico del Congreso, el Museo Bolivariano. Supe que pertenecía al signo de Acuario, como Charles Darwin, Julio Verne, Mozart, Bécquer, Clark Gable, James Dean y Giacomo Casanova. Su color es el verde gris, su piedra la turmalina y el circonio y sus números de suerte 7, 14 y 20. Supe que realizó su famoso cruce del Atlántico Norte alimentándose solamente con barras de chocolate. Supe que Billy Wilder hizo en 1957 una película basada en su autobiografía, con James Stewart como Lindbergh. La música fue de Franz Waxman, que también compuso para Wilder en Sunset Boulevard. La película sobre Lindbergh se tituló “El héroe solitario”. Supe que si uno quiere reservar habitación en el Holiday Inn Paris-Orly Airport debe dirigirse al 4 ave Charles-Lindbergh Rungis 94656. Supe que un libro de Bob Burleigh lustrado por Mike Wimmer sobre el diario de Lindbergh estaba recomendado para niños de seis años como ideal para fomentar el valor, el amor propio y el buen juicio. Supe que Lindbergh debía entrar a la cabina de su avión por una trampa en la parte superior del avión o alguna de las ventanillas laterales, ya que no tenía visibilidad hacia delante y requería asomarse cada cierto tiempo hacia fuera para corregir su rumbo. Supe que un tal Jimmy Angel, piloto norteamericano nacido en Springfield, Missouri, en 1988, trabajó con él en un circo aéreo de Lincoln, Nebraska, en 1921 en un acto que consistía en arrojarse del paracaídas y hacer piruetas. Y supe también que cuando Charles Lindbergh cruzó el Atlántico sin copiloto, en un avión monoplaza llamado Spirit of St. Louis Calvin Coolidge -entonces presidente de los Estados Unidos- celebró antipáticamente la noticia que daban las radios declarando: "No veo nada extraordinario en que un hombre cruce el Atlántico. Un hombre solo puede hacer cualquier cosa”.

He tenido que bajar a la sala para contestar las preguntas de un coronel de policía que, me dijo, está a cargo del caso por orden directa del ministro del interior. Tuve que volver a contar lo que he estado contando toda la madrugada. Graciela y yo nos separamos cuando Paulo tenía un año; ella se fue a vivir a Los Angeles con su hermana. Esa semana Paulo regresó con su abuela, por primera vez en cinco años, para pasar quince días conmigo. Acondicioné un cuarto de niño en el segundo piso, compré juguetes, ropa, y contraté a través de una agencia a una empleada que tenía experiencia como nana. El número de la agencia se lo entregué a los policías que llegaron primero. Pasé todo el día con Paulo y luego nos quedamos dormidos en mi cama viendo un blockbuster. A las tres de la madrugada pasé a Paulo a su habitación y yo me quedé en la mía. Me dormí oyendo sus ronquidos tan ligeros, tan pausados. Yo mismo cerré la ventana de su cuarto. A las siete de la mañana desperté. Busqué a Paulo y a la nana. La ventana estaba abierta. Había una escalera que nunca había visto antes. Olía a éter. Me pareció que en el marco de la ventana había sangre. Sí, confirmó el coronel cuando ya me había olvidado de su voz, era sangre, pero no tiene por qué ser la del niño.

Mi madre llamó a casa diciendo que esa noche Graciela llegaba a Lima. Me pidió que fuese a recogerla al aeropuerto. Sin pelear, enfatizó. Luego, menos dura, me preguntó si estaba seguro de que no quería que fuese a casa para acompañarme. Estoy seguro, dije. Ya no sé qué más hacer, contestó ella. Me quedé un largo rato mirando un punto en medio de nada. Luego dije que la policía quería que deje la línea del teléfono libre.

Otra vez en mi cuarto, buscando datos sobre Lindbergh y el secuestro de su hijo. Se llamaba Charles Junior, fue secuestrado en marzo de 1932, alrededor de las 9 de la noche. Tenía veinte meses de edad. Los secuestradores dejaron un mensaje pegado en la ventana que nadie descubrió hasta el día siguiente. Pese a que Lindbergh pagó cincuenta mil dólares de rescate, el cadáver de Junior fue encontrado diez semanas después a pocos kilómetros de su casa. Su cabeza estaba destrozada, tenía un agujero en el cráneo y algunos de sus extremidades no fueron encontradas. Dos años después acusaron del crimen a un carpintero alemán llamado Bruno Richard Hauptmann. La letra de Hauptmann y la de las cartas de los secuestradores eran escalofriantemente idénticas. Además, gastaba mucho dinero en plena depresión y estando desempleado. Incluso se dio el lujo de perder dinero en la bolsa. Jamás confesó. Lo ejecutaron sin que llegara a comprobarse por completo su responsabilidad. La presión de la prensa habría sido la que bajó el switch de la silla eléctrica. Dicen que Hauptmann fue un chivo expiatorio. ¿Qué culpa expió? También dicen que la muerte de Junior fue una advertencia contra las intenciones de Lindbergh de postular a la presidencia de EEUU. También dicen que, en cualquier caso, Hauptmann no lo hizo solo, que era solo una pieza de recambio, un fusible, en una maquinaria echada a andar para advertir a Lindbergh que cruzar el Atlántico por primera vez era algo que difícilmente podía ser olvidado por sus enemigos.

Lucía volvió a llamar. Le conté todo lo que sabía de Lindbergh. Ella escuchó todo en un silencio que podría calificarse de estoico. Luego me preguntó si había alguna novedad sobre Paulo. Le dije que no. Me dijo que me amaba. Habíamos hecho el amor un par de veces en su hotel y en un viaje de promoción del programa, pero eso no era amor. De eso estaba seguro. Me preguntó si la había oído. No es el momento, le contesté. Yo creo que es el mejor momento, insistió. Tengo que colgarte, lo lamento. Está bien, me dijo y luego agregó: ¿puedes explicarme qué chifladura es todo eso de Lindbergh?

Me pasé el resto de la tarde imprimiendo fotografías del bebé Lindbergh. Coloqué una de esas fotos al lado de una de Paulo. El hijo de Lindbergh aparecía sentado en una silla de niño, cogiendo un cubo de playa. Paulo aparecía en la suya sentado sobre la espalda de un superman de plástico en un lugar de juegos infantiles en las Bahamas. A su lado aparecía el brazo dorado de Graciela. También había impreso una carátula de Time, Número 18, Volumen XIX, en la que aparecía un dibujo a carboncillo del hijo de Lindbergh. Pensaba reproducirlo en mayor escala y mandarlo a enmarcar para mi estudio. Un souvenir dramático para mi nueva vida. Últimamente mi programa se había ido a la mierda. Había dejado que el productor me convenza de hacer algunas modificaciones insultantes en el decorado del set y que despida a todo el equipo de investigación. Me había convertido en un payaso, un sujeto histriónico y desinhibido, lo que no sorprendía a nadie de mi familia que siempre me consideró un exhibicionista con un sentido del humor más bien oscuro. Estaba convencido de que podía volver a ser un periodista serio, incluso peligroso, como cuando trabajaba en un semanario donde me pagaban cada tres meses. También mi vida se había ido a la mierda. Solía viajar hasta Los Angeles por lo menos una vez al mes para pasar un fin de semana con ellos. Logré incluso colocar una cláusula en el contrato que me permitía esa rutina. Graciela le había contado una historia algo épica, un poco sentimental, para explicarle a Paulo porque yo aparecía y desaparecía. Luego, por teléfono, Paulo me iba contando cómo iba creciendo esa historia ficticia. Me sorprendía la imaginación de Graciela. Tenía algo poético, pero también algo cruel. Sus cuentos cambiaba según lo que leyese en aquel momento. El último año, por ejemplo, era obvio que se había aficionado a la ciencia ficción. Quizá por eso siempre notaba a Paulo un poco decepcionado cuando me veía llegar a su casa.

Además de Hauptmann estaban los nombres de Isidor Fisch, Jacob Nosovitsky, Paul Wendel, Gaston Means, the Russian OGPU, the German Luft Hansa, su propia madre Anne Lindbergh Morrow o Elisabeth Morrow, la abuela. También Wahgoosh, un fox terrier negro, mascota de la familia. Y el mismo Charles Lindbergh. Todos esos nombres, en algún momento, para alguna teoría, habían aparecido como culpables de la muerte del bebé Lindbergh. O el torpe de Hauptmann lo dejó caer de la escalera mientras se lo llevaba; o fue un complot del gobierno contra un probable candidato presidencial demasiado cercano a las nacientes políticas fascistas de Europa; o fue una conspiración de un grupo de judíos vengándose porque el padre de Lindbergh -el abuelo de Junior- no permitió que un grupo de inversionistas judíos fundaran un banco; o el niño era hiperactivo y tenía que ser atado a la cama, pero esa noche logró desatarse y murió al caer por las escaleras y fue devorado por Wahgoosh; o el mismo Lindbergh o cualquier otro miembro de la familia lo habría matado por un descuido, o un maltrato, y luego ocultó el hecho con la estafa del secuestro para que no dañara su imagen pública y sus posibilidades políticas. Cada teoría tenía sus pruebas y sus coartadas. En internet habían tantas páginas dedicadas a Hauptmann como a Lindbergh, y decenas de foros preguntándose quién mató al bebé y por qué. También habían unos files desclasificados del FBI dedicados a Lindbergh. Se me ocurrió imprimir algunas de esas páginas para ir a buscar a Graciela y leerla mientras esperaba en el aeropuerto.

Cuando se quitó los lentes oscuros descubrí que tenía los párpados pesados, que estaba cansada y se moría de miedo. En el auto hacia la casa me insultó, desde luego. Dijo que era mi culpa por hacerme el payaso en la TV, por haber contratado a una mujer extraña en una agencia de estafadores que seguro eran también parte de la banda. Le dije que la policía pensaba lo mismo que ella. Y también que decían que el secuestro lo habían dirigido desde la cárcel. Y que había un identikit de la secuestradora en cada carro policía y además lo pasaban cada diez minutos en la televisión, junto a la cara de Paulo (no le dije que aquel identikit no se parecía en nada a la chica). Al fin se cansó de insultarme y me pidió que le cuente cómo fue. Le conté todo, menos lo de la sangre. Cuando llegamos a la casa mi madre estaba en la puerta, confundida entre los periodistas que no dejaban de pedirme declaraciones. Con extraña felicidad mi madre me advirtió que el mismo presidente había dicho en una entrevista en TV que me daba su apoyo. Mi madre había organizado a un grupo de oración para una vigilia en la puerta del edificio, en la que habían colocado un lazo amarillo. Cada vez que secuestraban a alguien ponían un lazo amarillo en las puertas y algunos lo llevaban en la solapa. Ella llevaba uno y los periodistas que nos impedían avanzar también los llevaban. Mi madre se quedó organizando la vigilia. ¿En qué momento ganaste tanto dinero?, preguntó Graciela mirando la decoración de mi departamento. Tuve bastante suerte, le dije. Quiso ir al cuarto de Paulo. Encendió el televisor que había colocado en una cómoda y se quedó dormida en su cama viendo unos dibujos animados. La luz parpadeante del televisor caía sobre su rostro y lo volvía sombrío y luego alegre, y viceversa.

Volví a encender la computadora. Me resultó tristísimo leer esos files del FBI sobre Lindbergh. Por lo visto, Edgar Hoover estaba convencido de que Lindbergh era un conspirador nazi. En una carta al presidente Roosvelt lo llamó The nazi pet. No parecía un error. Lindbergh había recibido una medalla de manos de Hitler en 1938, apenas unos años antes de la guerra mundial. Y cuando la guerra estalló, Lindbergh se opuso a que Estados Unidos ataque a Alemania con la excusa de que esos líos eran de política interna. Pero lo más contundente era el lenguaje de los escritos que publicó ese año. Usaba palabras como raza aria, virilidad, superioridad, disciplina, con la misma convicción con que Hitler las utilizaba. Incluso publicó en un Reader Digest de 1939 un artículo titulado “Aviación, geografía y raza”. Escribí varias fórmulas: lindbergh+FBI, lindbergh+nazi, lindbergh+war. También escribí el nombre de cada uno de los probables asesinos. Y de pronto, en algunas de las búsquedas, la pantalla me reveló las fotografías del cadáver del bebé Lindbergh.

Entonces entendí todo. Entendí quién era el sujeto que cruzó el Atlántico, quiso ser presidente, se dejó seducir por el nazismo, y luego viajó por todo el mundo en misión filantrópica. Y quién era aquel otro: el héroe que voló solo sobre un Atlántico enfurecido, sacando la mitad de su cuerpo por la parte superior de un avión inestable para no corregir su ruta. Y sobre quién era el otro héroe, Junior, atrapado en medio de quién sabe qué viaje más largo y definitivo que el de su padre, un bebé de veinte meses al que habían dejado solo y sin posibilidad de verificar el rumbo en medio de las nubes, un héroe cuyo corto viaje terminó en un basural con el cráneo roto y las extremidades probablemente devoradas por un fox terrier engreído o un perro salvaje o un demente que pensó que los brazos del hijo de Lindbergh podían costar mucho en un mundo de periodistas y revistas de chismes y lunáticos que revisan la basura de sus ídolos para guardarse el papel higiénico. ¿Qué pensaba Lindbergh mientras su aeroplano perdía equilibrio y amenazaba con caer en cualquier momento sin posibilidad de consultar a nadie qué había que hacer, teniendo que decidir todo completamente solo? ¿Y qué pensaba su hijo, qué palabras recién aprendidas dijo, mientras lo arrastraban por una escalera, despierto de un sueño que no debió terminar así, con un niño absolutamente solo en medio de un mar extraño como una roca o un basural tan solo a unos cuantos kilómetros de su casa? Y, dios mío, sobre todo qué podía pensar Paulo, en aquel mundo de ventanas abiertas, completamente solo en su frágil monoplano, en mitad de un viaje oscuro y solitario al que ni su madre ni yo lo hemos podido acompañar. Vamos, bebé Lindberg, recé, tú puedes hacerlo, vuelve a casa.

Fui hasta el cuarto de Paulo, apagué el televisor y saqué la cabeza por la ventana abierta. Afuera se oían los rezos. En el cuarto, los leves ronquidos de Graciela que me recordaban a los de su hijo. Aquellos ronquidos como un mar adormecido. Como una marea baja. Como una ola golpeando la arena de una playa. Una playa oculta donde desciende un monoplano con el piso alfombrado con envolturas de barras de chocolate. Una playa segura, firme. Una playa que cabe en la palma de mi mano.

IVAN THAYS
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