La memoria del pudridero
Gatos y perros. Carátula del libro y Balthus. Fuente: moleskine
(La nueva España, Oviedo, 11-12-08)
Eduardo San José
En su prólogo a Palabra de América (Seix Barral 2004), Guillermo Cabrera Infante daba el nombre del peruano Iván Thays (Lima 1968) entre la docena de los más o menos jóvenes autores hispanoamericanos que colaboran en la obra, haciendo con él la salvedad de notar que es un escritor “aún por descubrir en España” (p. 14) Lo cierto es que no ha dejado de prodigarse mientras tanto, pero el reconocimiento a esta novela puede consolidarlo como una voz a seguir por su virtuosa capacidad para convocar temas sin mencionarlos fuera de la explicitud suficiente de una buena historia bien contada.
Si la novela de Daniel Sada, ganadora del Herralde, nos presenta a un personaje cuya redención está en el futuro, Un lugar llamado Oreja de perro cuenta la búsqueda de una redención del pasado. Contada en primera persona, un narrador del que sabremos casi todo menos su nombre (el título inicial con que presentó al premio era El hombre invisible), la novela nos ubica en el Perú previo a la elección del segundo mandato presidencial de Alan García, durante los últimos días, pues, del Gobierno de Alejandro Toledo, en 2006. En el contexto, las investigaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación para esclarecer las responsabilidades de los crímenes contra la población civil y el paradero de los desaparecidos durante la guerra entre el Ejército, las fuerzas de Sendero Luminoso y las partidas populares de los “ronderos”. El narrador, un periodista que ha perdido a su único hijo, Paulo, y acaba de saber que su mujer ha decidido abandonarlo, llega como enviado a la población de Oreja de Perro, en el departamento peruano de Ayacucho, donde se espera que el presidente Toledo entregue compensaciones a los campesinos damnificados durante la guerra; al fin, baratos sucedáneos para la dilación gubernamental en abrir las fosas comunes a las regiones.
Tal vez lo mejor de la novela sea su bien justificado equilibrio entre el drama personal del protagonista y el proceso de recuperación de la memoria histórica emprendido por la república sudamericana, sin que ninguna de estas coordenadas, la pública y la privada, desmerezca o sea un mero pretexto para la otra. Al contrario, el relato da la medida de la enfermiza politización de toda vida privada en un país convulso. Así, mientras esperan la llegada del “cholo” Toledo, el protagonista tiene tiempo de tentar el amor de dos mujeres: el profundo tacto de la mestiza Jazmín, la embarazada de inquietante poso vital; y el refrescante flirteo con Maru, una bonita estudiante de antropología de la capital. Ambas tirarán de él hacia hacia el resonante pasado o hacia un desinhibido futuro, como metáfora del dilema del país ante su propia memoria colectiva. Mientras tanto, la novela se debate entre el deseo de que el dolor deje constancia sólida de su paso, o la necesidad de un renacimiento luminoso, el simbólico alumbramiento con el que se cierra la novela.
No es fácil dar con una conclusión clara del autor respeto a la memoria histórica del Perú, pues la novela le sirve por cierto para convocar la perplejidad, y los silencios y continuos punto y aparte que la jalonan no son una propuesta sino una descripción. Es posible, al menos, reproducir una reflexión del narrador que, cuando despeja de sí la sospecha del resabido sofisma de la impunidad, nos habla de la necesidad de ficcionalizar la memoria; y “ficción”, que se emparenta en su origen con “fingir”, no solo significa simular o embaucar, sino dar existencia real a lo que no la tiene: “El antónimo ideal de la memoria debe ser la imaginación, fantasear, hacer ficción. No la amnesia” (p. 178)