Discurso de Jorge Herralde
Elogio de la Feria de Madrid
(Conferencia de inauguración)
(Conferencia de inauguración)
Voy a leer un texto para el que la palabra conferencia me parece demasiado solemne. Pienso que ya todos los presentes estamos convencidos de la importancia de la lectura, de la necesidad de fomentarla, del apoyo a las librerías, del imprescindible precio fijo. Sin insistir en ello, he preferido hacer una crónica anecdótica de una época, como un travelling subjetivo a lo largo de cuatro décadas.
Quiero decir, de entrada, que la Feria de Madrid es la más agradable de las muchas ferias que conozco, debido en parte al acierto de su implantación en el parque del Retiro: el cliché de “marco incomparable” está plenamente justificado. Y no me he perdido ni una desde mi primer año en mayo del 69, recién estrenada la editorial, y en la caseta de Miguel García y Mari Paz Arias, entonces llamados los Visores, expuse dos libros: Detalles de Hans Magnus Enzensberger y Laclos. Teoría del libertino de Roger Vailland. Ambos, a pesar de ser casi tan desconocidos como Anagrama, tuvieron una reseña instantánea y magnífica de César Alonso de los Ríos, en una anterior encarnación, en la decisiva revista Triunfo, y me hizo mi primera entrevista una joven e inquieta periodista, Juby Bustamante, del diario Madrid, poco antes de ser dinamitado. No conocía aún a ninguno de los dos, por lo que fue una gratísima sorpresa.
En aquella época, los editores estaban habitualmente en sus casetas respectivas, “expuestos” ellos mismos, junto al fondo editorial resplandeciente. Así, como si tal cosa, Javier Pradera, Jaime Salinas e incluso José Ortega Spottorno en Alianza, Jesús Aguirre, antes de soñar con ser Duque de Alba, en Taurus, Pedro Altares y Rafael Martínez Alés en Cuadernos para el Diálogo, Javier Abásolo y Nacho Quintana en Siglo XXI o un puñado de jóvenes editores “rojos” como Ramón Akal en Akal o Paco Serraller en Fundamentos. Y si no, podías encontrártelos tomando cervezas en alguno de los muchos bares de la Feria.
Y podía escucharse el grito de alerta del queridísimo Juan García Hortelano, avisando a la ciudadanía: “¡Qué vienen los catalanes!”. Y, en efecto, allí estábamos: Carlos Barral, el pionero, al frente de Barral Editores, Josep Maria Castellet de Península (la hermana pequeña en castellano de Edicions 62), Esther Tusquets de Lumen, Beatriz de Moura y Oscar Tusquets de Tusquets, Alfonso Carlos Comín de Laia y yo mismo de Anagrama. Todos estos catalanes y otro más, Paco Fortuny de Fontanella, habíamos fundado la distribuidora Enlace y una colección de bolsillo común, con un socio madrileño, Cuadernos para el Diálogo, como agentes dobles del progresismo político y la vanguardia literaria y artística, con la misión de combatir a la censura franquista, y arengar y enriquecer culturalmente “al pueblo”. El entusiasmo era mucho y el resultado no fue tan malo.
Todos nosotros dábamos, cada Feria, una fiesta para la afición en la hermosa sede de Cuadernos para el Diálogo. Una fiesta militantemente alcohólica, fumadora y trasnochadora, que pasó al imaginario colectivo como la fiesta de Cuadernos, no la de Enlace, pero nosotros “los catalanes” encantados. No éramos nada puntillosos: no había entre nosotros ni rivalidades, ni celos, ni nada parecido: entre otros milagros de aquellos tiempos, los egos estaban como aparcados.
Después, dejando aparte posibles errores propios, la transición y el desencanto se llevaron por delante muchas revistas y editoriales que tanto protagonismo cultural tuvieron durante el llamado tardofranquismo. Y desapareció entre ellas Cuadernos para el Diálogo. Pero la fiesta ritual para los muchos amigos no podía faltar. Y tomaron el relevo Miguel y Mari Paz, que siguieron celebrando la fiesta en sus sucesivos domicilios: la primera fue en su casa de Fernando VI, enfrente de su librería Antonio Machado, la segunda en la calle Arturo Soria y luego en su casa de verano en Boadilla del Monte, para llegar a la cual es aconsejable ir con un guía, un sherpa, ya que los extravíos han sido muy frecuentes.
Me contaba Miguel hace poco que estaba inventariando las fotos de las fiestas, más de diez mil; podría hacerse una exposición a lo Factory de Andy Warhol, en castizo, de los protagonistas de la Feria que por su casa han ido desfilando, algo así como el Museo Etnográfico de la gente del libro en las últimas décadas.
Algunos recuerdos personales de las firmas de los años 80, con la eclosión de la nueva narrativa española y su creciente éxito. Aunque al principio los nuevos narradores empezaban a vender, aún no congregaban masas, por lo que era frecuente, por ejemplo, que dos de ellos compartieran nuestra pequeña caseta. Esta coexistencia, potencialmente conflictiva, no duró mucho.
A Álvaro Pombo, siempre reacio a las firmas, cuando se ponía a ello, y si las colas eran nutridas, se le alegraban las pajarillas y se le veía gesticulante y parlanchín, incluso vociferante, pero con un toque de selfdeprecation very british. Félix de Azúa siempre sostiene que Pere Gimferrer es “el mayor espectáculo del mundo”, pero cuando tiene el día, lo que por suerte sucede con frecuencia, la frase le conviene aún más a Álvaro.
También eran notables las firmas de la bellísima Adelaida García Morales, unos años en el candelero gracias a El Sur y El silencio de las sirenas: una cola compuesta invariablemente por jóvenes lánguidos, pálidos y tan tímidos como la propia Adelaida. Ella, en cada firma, se quedaba un rato reflexionando, con el bolígrafo en el aire, hasta que se posaba en el libro y firmaba aplicadamente “Con afecto” o alguna otra destilación escuetísima.
El joven Marías registraba en un papel cada firma con un palote y cuando llegaba a cinco tachaba el conjunto y empezaba otro. Al principio, esas proezas no siempre sucedían. Luego, a partir de Corazón tan blanco, el acelerón hizo imposible la minuciosa estadística.
En cuanto al gran ensayista José Antonio Marina, tan suelto y sociable y exitoso, era y sigue siendo muy reacio a las firmas, misterio colosal, como diría Josep Pla. Una vez en que lo conseguí, se situó de espaldas al público, a lo Miles Davis en algún concierto, como fingiendo observar los pósters y libros de la caseta. Si era requerido por los paseantes más expertos en cogotes, José Antonio firmaba muy cortésmente.
En una ocasión, estaba en la caseta hablando en catalán con Quim Monzó: aunque mis pulsiones patrióticas no pueden ser más débiles, soy felizmente bilingüe. La encargada de la caseta nos advirtió muy amablemente que cuando empezaran las firmas, habláramos en castellano: prudencia con algún coletazo del macizo de la raza.
Las anécdotas, claro, son incontables. Seguiré con unas pocas, empezando por los viejos tiempos:
En 1971 acababa de distribuirse un curioso librito, con el que debutó Vicente Verdú, con el título de Si Ud. no hace regalos le asesinarán, que albergaba dibujos y leyendas con un registro más bien críptico. Pues bien, este libro fue incautado por la policía en la propia Feria, posiblemente el secuestro más surrealista de toda la larga historia de la censura franquista. Imagino que el hecho de que el libro estuviera prologado por Manuel Vázquez Montalbán y publicado por Anagrama, de breve pero sólido pedigrí izquierdoso, debió de alarmar a la superioridad competente más que el propio libro. Como ejemplo de las páginas más subversivas (con todas las comillas posibles): en una ponía La vida civil, con un ciprés en medio, en otra No creen en nada y en una esquina un tiesto y una flor, y en otra con grandes mayúsculas LA POLICÍA junto a unos labios pintados. Como si los censores hubieran adoptado, para dicho secuestro, el slogan del mayo del 68: “La imaginación al poder”.
Cuando edité Cuatro tesis filosóficas de Mao Tsetung, el primer libro suyo publicado legalmente en España y con su foto bien visible en la portada, me contaron que se acercó a nuestro stand un sujeto con el inequívoco bigotillo facha. Se paró atónito, cogió el libro en sus manos como para cerciorarse de tal blasfemia, y lo estampó contra la pared de la caseta. ¡Hasta aquí podíamos llegar!, gestualizó.
Otra anécdota que me contaron. En España habíamos empezado a publicar a Thomas Bernhard tres editoriales, Alfaguara, Alianza y Anagrama, y gozaba, claro está, de un enorme prestigio. Lo habíamos invitado numerosas veces, pero sin ningún éxito. El responsable de nuestra caseta vio a un sujeto que estaba mirando nuestros bien visibles libros de Bernhard y creyó reconocerle: “¿Es usted Thomas Bernhard?” Éste sonrió y se desvaneció como Orson Welles en El tercer hombre, pero a plena luz del día. Y jamás regresó.
Eran célebres las elaboradas estrategias de Antonio Gala, habitual gran triunfador, y de su secretario para optimizar el flujo de las innumerables colas, como se diría en jerga nada literaria, así como la conocida relación amor-odio, o viceversa, que tenía Gala con las compradoras de sus libros (hay bibliografía). Y durante años fueron alarmantemente ostentosas las grandes colas frente a la caseta del ultra por antonomasia Blas Piñar (aparcado a menudo en la librería Rubiños). El discutible honor de sucederle podría atribuirse al radiopredicador multiprocesado.
En ocasiones recorría el paseo algo así como una alegre bandada de estilizadas aves zancudas, esbeltísimas, frágiles y gorjeantes, que recordaban a jóvenes veraneantes proustianas. Entre ellas, recuerdo en especial a Marisa Paredes, con una boquilla (real o inventada), a Soledad Puértolas y a Marisa Torrente, con su impenetrable flequillo y acompañada siempre por su hijo Marcos, algo soñoliento, con su aire a lo Tadzio de Muerte en Venecia. Y como coreógrafo juguetón y algo pérfido, el añorado Michi Panero.
Y fue importante el entusiasmo de los chicos y las chicas de prensa apoyando el evento. Recuerdo en especial las divertidas crónicas de Maruja Torres y de Rosa Mora, o el do de pecho que Rafael Conte, el pope de la crítica, acostumbraba a reservar para esas fechas. Y surtía efecto: así lanzó Bella del Señor, un tomazo tan magnífico como a priori temible. Gracias de nuevo, Rafa.
Desde hace muchos años, para Lali y para mí, el ritual es casi idéntico. Paramos en el hotel Wellington, muy cerca del Retiro, y el primer sábado de la Feria iniciamos el paseo, parándonos en las casetas, saludando a tantos amigos firmantes y a tantos amigos libreros. Así, por ejemplo, varios incombustibles: Méndez en su selecta caseta, o Chus Visor rodeado de sus poetas de guardia o Mili Hernández en Berkana, que siempre me pregunta: “¿Y qué preparas para mí el próximo curso?” Y me muestra lo bien expuestos que están nuestros libros de temáticas lesbianas y gays, de Sarah Waters, Patricia Highsmith, David Leavitt, Alan Hollinghurst, Truman Capote o William Burroughs.
Durante unos años parecía que la Feria corría el peligro de morir de éxito. Y me refiero al éxito masivo, el éxito basura, tipo Marbella, Benidorm, o incluso el riesgo que corre el propio Día del Libro en Barcelona.
El ejemplo quizá más peligroso era la proliferación de casetas, muchas de ellas alquiladas por grandes editoriales que así se sumaban a las suyas propias, con lo que la oferta se repetía y el paseo era cada vez menos atractivo. Por no hablar de las numerosas casetas de los vendedores de obras a crédito, los temibles placistas.
También existían las listas de los más vendidos, cada vez más discutibles y discutidas, y la mayoría de los autores refunfuñaban: ellos no corrían ni querían correr ninguna carrera. Un año, la fiabilidad de las listas era tan escasa que un grupo de justicieros enarboló una lista alternativa, lo que armó una gran polvareda que tuvo un final feliz: se acabaron las dichosas listas. Y no resulta fácil olvidar la proliferación, en medio del paseo, de las entrañables churrerías con un aceite de olor homicida que entonces impregnaba toda la Feria.
Hace unos pocos años, como es sabido, se produjo un relevo. Se reordenó y se redujo el número de casetas, se eliminaron las casetas digamos fraudulentas, se hizo un sorteo transparente y sin penalizaciones. Por ejemplo, a los editores que no eran de Madrid durante unos años nos enviaron a una especie de brazo perpendicular al paseo, “el brazo que discurre”, según anunciaba la radiofonía de la Feria en un inesperado rapto filosófico, o bien, durante algún tiempo, al final de todo, casi entre la maleza.
En resumen, una Feria, tal como me dijo en su día Antonio Albarrán, primer director del relevo, pensada a favor de los visitantes, no de los libreros y editores. Con el nuevo equipo –y habría que mencionar también a las presidentas Purita Prieto y Pilar Gallego así como al actual director Teodoro Sacristán y su inseparable Nani Valverde- se multiplicaron los actos culturales, los coloquios, las invitaciones internacionales, sin perder el alegre espíritu de kermesse que siempre tuvo la Feria. Podría decirse que se produjo una inoculación ilustrada que, sin perder las esencias populares, podría decirse quizá, aprovechando el reciente bicentenario del 2 de mayo, conservaba el influjo de los cultos afrancesados.
Para dichos actos se instalaron carpas. Y una muy especial dedicada a Carmiña, a Carmen Martín Gaite, que durante muchos años fue la indiscutible y feliz Reina de la Feria, como ahora puede ser Almudena Grandes. Yo conocía a Carmiña desde hacía tiempo, pero la empecé a tratar como animal de Feria, in situ, cuando publicó su primer libro en Anagrama: Usos amorosos de la postguerra española, que ganó nuestro premio de ensayo, y se instaló como bestseller y luego longseller hasta hoy. (Por cierto, para la pequeña historia, fue precisamente en una fiesta en casa de Miguel y Mari Paz cuando nos contó a Lali, a Adelaida García Morales, a Víctor Erice y a mí que estaba en la fase final de la redacción de ese libro, con el que estaba entusiasmada y que pensaba presentar a nuestro premio de ensayo, que ganó de calle.) Luego siguieron sus cuatro novelas, Nubosidad variable, La Reina de las Nieves, Lo raro es vivir e Irse de casa, cada una de ellas un éxito formidable, al igual que Caperucita en Manhattan, que publicó Jacobo Siruela. Carmiña planificaba cuidadosamente cada publicación, para que estuvieran a punto poco antes de la Feria: la novedad al dente.
Ver a Carmiña en la Feria era todo un espectáculo, un espectáculo de mañana y tarde durante muchos años. Con su cabellera blanquísima y un vestuario como casual pero planificado al milímetro, con una colección de boinas, collares, broches y sortijas de lo más chulo, se instalaba en la caseta y esperaba a los incontables y variadísimos admiradores. Dosificando la cola, con un gran sentido del más óptimo timing seguido con la conversación con todos ellos, preguntando en algunos casos si era el primer libro suyo, la firma con la hermosa caligrafía y los bonitos dibujos, un bonus track para la feliz clientela. Tan auténtica como teatral y viceversa, Carmiña brindaba toda una performance, una exhibición de alta escuela. Por ello, el que la junta de la Feria le haya dedicado una carpa es un gesto de reconocimiento admirable.
Y para terminar, me siento muy honrado y feliz en este acto y celebro que la Feria haya llegado a este 75 aniversario en tan buena forma, y que en él hayan sido invitados tantos escritores latinoamericanos, cada vez más presentes en nuestro país después de un periodo de cierta desatención. Enhorabuena y por muchos libros.
Jorge Herralde
Feria del Libro de Madrid
Pabellón Encuentros de la Fundación Círculo de Lectores
2 de junio de 2008