PRESENTACIÓN DE 1922
La última vez que vi a Benjamín Quark tenía en la mano uno de esos tragos de aspecto indigerible que suele tomar a pequeños sorbos. No decía una palabra, como siempre. Ante su silencio, fui describiendo sus movimientos en mi mente como si fuese personaje de una novela de nouveau roman: “Benjamín Quark voltea a mirar a un conocido. Benjamín Quark lleva puesta la gabardina gris que no se quita nunca. Benjamín Quark no habla. Benjamín Quark toma un sorbo de aquella bebida indigesta. Benjamín Quark mira el fondo del vaso”.
Edwin Chávez es un muchacho simpático. Tiene cara de niño, podría ser un niño. Su enorme curiosidad linda con lo ingenuo. Edwin es ingenuo. O quizá debería decir “inocente”. Pero no es un tonto. Cualquiera puede ver detrás de esos ojos siempre húmedos y asombrados a un muchacho capaz de hacer cualquier cosa por salir de la mediocridad, del lugar común. El único problema de Edwin es que se parece demasiado a Benjamín Quark. Es su doble físico, aunque intelectual y espiritualmente se encuentren tan lejos uno del otro como Iquitos de Estambul, o Macao de Dubrovnik. Actualmente, ese parecido no implica ningún problema pues somos pocas las personas que conocemos a ambos. Sin embargo, aquella similitud sí podría convertirse en un lío por culpa de la vocación de Edwin: quiere ser escritor. He dicho vocación pero ahora digo “terquedad”. He tratado de conseguir que mi amigo abandone sus pretensiones, pero él insiste. Le he expuesto decenas de argumentos ciertos e imaginarios, y la realidad me ha dado algunos más sin que se los pida, pero Edwin es irreductible. Le he dicho que, viéndolo tan feliz abriendo y cerrando libros, fanatizándose –con un gusto algo snob, lo reconozco- con autores desconocidos, extasiándose con un arranque de novela o un simple adjetivo (lo he visto en esas ocasiones alzar su mirada al techo y exclamar “¡qué paja!”), me imagino para él una vida de librero. Un librero feliz, un librero emperador de pequeña patria, sacando libros de cajas y colocándolos en las góndolas, influyendo en sus lectores a través de comentarios o ubicando libros en lugares estratégicos. Un ágil librero trepado en su escalerita. Un librero contento y seguro, protegido en esa isla en la que nadie comprará ni comentará los libros de Benjamín Quark.
Como de costumbre, Benjamín Quark ha huído dejándome que yo pague la cuenta del bar. Pese a que siempre insisto en que yo la pagaré, él no deja de hacer ese teatro en el que rechaza la invitación, insiste en que le dé la cuenta, luego me pide permiso para ir al baño y huye por alguna ventanita trasera o camuflándose detrás de una vieja obesa y con sombrero que ingresa al local. Imaginarme a Benjamín Quark huyendo me da cierta tranquilidad. Resulta que no es invencible. Sin embargo, esa ilusión es transitoria. Quark siempre sabe sellar su victoria sobre mí. Hoy, por ejemplo, me dijo: “tú eres de los que piensan que las palabras son carritos chocones, se cruzan unas con otras y paf, no pasa nada”. Sé que no volverá, es mejor que busque a un mozo para cancelar la cuenta.
Hay algo que diferencia a Benjamín Quark y a Edwin Chávez. Mientras el segundo lee mis libros y es muy generoso con ellos, a Quark le parezco un imbécil, un estafador, y se proclama incapaz de pasar de la primera página de alguna de mis novelas. Pero hay algo que los une: ambos han nacido en la selva. Pero la selva para Edwin es un lugar pintoresco, cargado de anécdotas de primeras lecturas, de una educación sentimental y deportiva similar a la de otros muchachos provincianos. La selva de Benjamín Quark tiene tanto de pintoresca como un asilo psiquiátrico. Aquella selva es un lugar delirante, con elefantiásicas casas de fierro y árboles donde aúllan los loros y las frutas podridas se desprenden y estallan en la acera como granadas.
Benjamín Quark ha huido, pero esta vez ha dejado un resto del naufragio. Sobre la mesa del bar, impecablemente anillado, un manuscrito flotante. Y no me refiero a páginas pulcras escritas a máquina o computadora en letra times, sino a un manuscrito histérico, con elevaciones y hundimientos caligráficos, con ortografía dolorosa, como aquellas hojas hubiesen súbitamente ardido al contacto de esa tinta y esa mano. Benjamín Quark me ha dejado -¿es a mí? ¿soy yo?- un libro de cuentos inédito escrito por él. ¿Un olvido? No, no lo creo. Leo Rilke, leo Proust, leo Joyce, leo señor K y señorita Ur. Leo “tan pronto bajó del taxi, me sorprendí de encontrar a Funderbuke en su automóvil”. ¿Es para mí? ¿Soy yo el elegido? He levantado el manuscrito con la punta de los dedos, lo he envuelto en mi saco y he corrido hasta mi casa, temiendo que sea volátil. Tirado sobre mi sofá, leo el título 1922 y lo repito en voz alta: 1922. En ese mismo momento, Edwin Chávez ha tocado mi puerta. Dudé en abrirle. Le abrí por fin. “¿Has decidido pedirme que sea tu aval en la librería? Mira que he encontrado un lugar estupendo, una antigua juguetería” me adelanto, pero me interrumpe. Sonríe mientras estira el brazo con un libro rectangular, de carátula color marrón, que huele a cola de imprenta. “Lo presento el 28 de julio” dice. No necesité leer la carátula para saber qué cifra contenía el título. No digo más. Ahora, que pase lo que tenga que pasar.
Edwin Chávez es un muchacho simpático. Tiene cara de niño, podría ser un niño. Su enorme curiosidad linda con lo ingenuo. Edwin es ingenuo. O quizá debería decir “inocente”. Pero no es un tonto. Cualquiera puede ver detrás de esos ojos siempre húmedos y asombrados a un muchacho capaz de hacer cualquier cosa por salir de la mediocridad, del lugar común. El único problema de Edwin es que se parece demasiado a Benjamín Quark. Es su doble físico, aunque intelectual y espiritualmente se encuentren tan lejos uno del otro como Iquitos de Estambul, o Macao de Dubrovnik. Actualmente, ese parecido no implica ningún problema pues somos pocas las personas que conocemos a ambos. Sin embargo, aquella similitud sí podría convertirse en un lío por culpa de la vocación de Edwin: quiere ser escritor. He dicho vocación pero ahora digo “terquedad”. He tratado de conseguir que mi amigo abandone sus pretensiones, pero él insiste. Le he expuesto decenas de argumentos ciertos e imaginarios, y la realidad me ha dado algunos más sin que se los pida, pero Edwin es irreductible. Le he dicho que, viéndolo tan feliz abriendo y cerrando libros, fanatizándose –con un gusto algo snob, lo reconozco- con autores desconocidos, extasiándose con un arranque de novela o un simple adjetivo (lo he visto en esas ocasiones alzar su mirada al techo y exclamar “¡qué paja!”), me imagino para él una vida de librero. Un librero feliz, un librero emperador de pequeña patria, sacando libros de cajas y colocándolos en las góndolas, influyendo en sus lectores a través de comentarios o ubicando libros en lugares estratégicos. Un ágil librero trepado en su escalerita. Un librero contento y seguro, protegido en esa isla en la que nadie comprará ni comentará los libros de Benjamín Quark.
Como de costumbre, Benjamín Quark ha huído dejándome que yo pague la cuenta del bar. Pese a que siempre insisto en que yo la pagaré, él no deja de hacer ese teatro en el que rechaza la invitación, insiste en que le dé la cuenta, luego me pide permiso para ir al baño y huye por alguna ventanita trasera o camuflándose detrás de una vieja obesa y con sombrero que ingresa al local. Imaginarme a Benjamín Quark huyendo me da cierta tranquilidad. Resulta que no es invencible. Sin embargo, esa ilusión es transitoria. Quark siempre sabe sellar su victoria sobre mí. Hoy, por ejemplo, me dijo: “tú eres de los que piensan que las palabras son carritos chocones, se cruzan unas con otras y paf, no pasa nada”. Sé que no volverá, es mejor que busque a un mozo para cancelar la cuenta.
Hay algo que diferencia a Benjamín Quark y a Edwin Chávez. Mientras el segundo lee mis libros y es muy generoso con ellos, a Quark le parezco un imbécil, un estafador, y se proclama incapaz de pasar de la primera página de alguna de mis novelas. Pero hay algo que los une: ambos han nacido en la selva. Pero la selva para Edwin es un lugar pintoresco, cargado de anécdotas de primeras lecturas, de una educación sentimental y deportiva similar a la de otros muchachos provincianos. La selva de Benjamín Quark tiene tanto de pintoresca como un asilo psiquiátrico. Aquella selva es un lugar delirante, con elefantiásicas casas de fierro y árboles donde aúllan los loros y las frutas podridas se desprenden y estallan en la acera como granadas.
Benjamín Quark ha huido, pero esta vez ha dejado un resto del naufragio. Sobre la mesa del bar, impecablemente anillado, un manuscrito flotante. Y no me refiero a páginas pulcras escritas a máquina o computadora en letra times, sino a un manuscrito histérico, con elevaciones y hundimientos caligráficos, con ortografía dolorosa, como aquellas hojas hubiesen súbitamente ardido al contacto de esa tinta y esa mano. Benjamín Quark me ha dejado -¿es a mí? ¿soy yo?- un libro de cuentos inédito escrito por él. ¿Un olvido? No, no lo creo. Leo Rilke, leo Proust, leo Joyce, leo señor K y señorita Ur. Leo “tan pronto bajó del taxi, me sorprendí de encontrar a Funderbuke en su automóvil”. ¿Es para mí? ¿Soy yo el elegido? He levantado el manuscrito con la punta de los dedos, lo he envuelto en mi saco y he corrido hasta mi casa, temiendo que sea volátil. Tirado sobre mi sofá, leo el título 1922 y lo repito en voz alta: 1922. En ese mismo momento, Edwin Chávez ha tocado mi puerta. Dudé en abrirle. Le abrí por fin. “¿Has decidido pedirme que sea tu aval en la librería? Mira que he encontrado un lugar estupendo, una antigua juguetería” me adelanto, pero me interrumpe. Sonríe mientras estira el brazo con un libro rectangular, de carátula color marrón, que huele a cola de imprenta. “Lo presento el 28 de julio” dice. No necesité leer la carátula para saber qué cifra contenía el título. No digo más. Ahora, que pase lo que tenga que pasar.