El Fantasma del Congreso
Almas en debate luego de congreso encantado
Escribe: ALFREDO PITA
El reciente Congreso sobre Narrativa Peruana de Madrid está haciendo correr ríos de tinta..., a falta de ríos de sangre. Tal vez habría que intentar calmar los ánimos y ver qué hay detrás de tanta acrimonia entre los escritores peruanos. El tema me interesa al punto que acudí al evento con la idea de defender a ese segmento de la creatividad nuestra que se desarrolla en el extranjero y que no siempre suscita la acogida ni el interés de parte de la crítica y de los medios peruanos. Entre nosotros, el caso de ostracismo interno más conocido es, ya se sabe, el de Manuel Scorza. También iba divertido por un hecho anecdótico. Intentando documentarme, días antes había caído sobre una historia abracadabrante. El Congreso se iba a realizar en el Palacio de Linares (hoy Casa de América), casona madrileña del s.XIX, levantada por nobles españoles cuya fortuna era de origen indiano. Allí, se dice, vivieron dos hermanos que sin saber que lo eran se casaron y tuvieron una hija. Al revelar la verdad, la niña>terminó en un hospicio bajo el nombre de María Rosales y la madre, Raimunda, murió ahogada en el pozo del jardín. Los fantasmas de la muchacha y de la madre, en todo caso, se quedaron llorando en los salones y corredores de la mansión, que con el tiempo fue abandonada. En los últimos años, serísimos “expertos” españoles han logrado incluso grabar la voz de alguien que clama por su madre (ver internet). No>estaba mal, el Congreso se iba a realizar en una casa encantada, en la Casa Matusita de la capital española.
En el Congreso se escucharon algunas ponencias notables que fueron para>mí más que ilustrativas, pero en el barullo de una contienda soterrada se fue apoderando poco a poco del colectivo peruano, ganado por la impronta cainita de una polémica absurda. Inevitablemente tuve que convencerme de que sí, había fantasmas en esos corredores oscuros y en esas escaleras de mármol. Pero no se trataba de la quejosa María ni de>su madre, sino de fantasmas peruanos. Los habíamos traído, incapaces de vivir sin ellos. Habían tomado el avión con nosotros y estaban allí, con “jet lag”, pero no por ello menos perniciosos, ululando desbocados, alentando nuestra singular capacidad para la autodestrucción. Los términos de la polémica son conocidos, pero se pueden resumir diciendo que aparentemente ambos campos se disputan la representatividad de la literatura nacional. El fondo es otro, es el desprecio. La rencilla surgió en Madrid en dos momentos en que el lado oscuro del ser nacional apareció mostrando sus temibles colmillos, Fuero dos instantes>que giraron en torno a la exigencia de ciertos escritores peruanos, jóvenes, procedentes de los sectores socialmente deprimidos y/o provincianos, de poder darse a conocer, de tener espacios donde publicar, de ser criticados con equidad, de poder existir, en fin, como creadores. En Lima, dicen ellos, un grupo de escritores de clase media>alta se ha instalado en el pináculo del “establishment” cultural y, cual moderna Sociedad de Auxilios Mutuos, aviesamente lo gobiernan. Una desequilibrada situación que cuestionan. El primer momento se dio cuando un escritor amazónico previno al público de que la literatura peruana que se conocía era solo “una máscara” y que detrás estaba la nueva, rica, andina, regional, “verdadera” literatura>peruana de hoy. El segundo se produjo dos días después, cuando, respondiéndole, un escritor de la capital peruana dijo que todos>aquellos que se quejaban debían tomar como ejemplo a Dina Páucar y a Chacalón, ganarse o crearse su propio público y, eventualmente, hacerse>millonarios. Algo olía mal en el Palacio de Linares mientras algunos lanzaban al aire palabras altisonantes e incluso insultos, más que abusivos, contra un>crítico ausente. Era el pútrido olor del peor fantasma que recorre el Perú desde hace siglos, que ha endemoniado a nuestra sociedad y que no nos permitirá ser una nación entera hasta que acabemos con él: el racismo, el rechazo del otro, del semejante, la incapacidad para escucharlo. Para entenderlo y, por lo tanto, para respetarlo. Estábamos pues ante nuestra más grave falla, ante los efectos perversos del “apartheid” nacional que no por vergonzante y nunca enunciado ha corroído menos nuestra alma colectiva. A esto se refirió, creo, Miguel Gutiérrez en su tan mal interpretado discurso de clausura, cuando tras decir a los escritores regionales que de lo que se trataba era de escribir bien y no de estar esperando mayor espacio en la prensa, fue más allá. El novelista habló de nuestra alineación entrecruzada, colectiva. Tocó algo grave, esencial, al punto que al evocarlo la emoción lo obligó a interrumpir su mensaje, que estaba siendo una parábola contra el racismo y el desprecio social. Contó que cuando entró a la Universidad Católica, a comienzos de los años 60, a un medio social que debía ser difícil para un joven estudiante provinciano, conoció a un muchacho alto, extraño, que rápidamente se convirtió para él, y sin razones, en una persona antipática, insoportable. Hasta que un día lo encontró en un recital de poesía. El antipático era poeta, y de los buenos. Era Javier Heraud. Gutiérrez no pudo continuar. El mensaje, sin embargo, estaba claro. Y no era sólo para los muchachos andinos, ni para sus contrincantes, los muchachos de los barrios elegantes, sino para todos.
Escribe: ALFREDO PITA
El reciente Congreso sobre Narrativa Peruana de Madrid está haciendo correr ríos de tinta..., a falta de ríos de sangre. Tal vez habría que intentar calmar los ánimos y ver qué hay detrás de tanta acrimonia entre los escritores peruanos. El tema me interesa al punto que acudí al evento con la idea de defender a ese segmento de la creatividad nuestra que se desarrolla en el extranjero y que no siempre suscita la acogida ni el interés de parte de la crítica y de los medios peruanos. Entre nosotros, el caso de ostracismo interno más conocido es, ya se sabe, el de Manuel Scorza. También iba divertido por un hecho anecdótico. Intentando documentarme, días antes había caído sobre una historia abracadabrante. El Congreso se iba a realizar en el Palacio de Linares (hoy Casa de América), casona madrileña del s.XIX, levantada por nobles españoles cuya fortuna era de origen indiano. Allí, se dice, vivieron dos hermanos que sin saber que lo eran se casaron y tuvieron una hija. Al revelar la verdad, la niña>terminó en un hospicio bajo el nombre de María Rosales y la madre, Raimunda, murió ahogada en el pozo del jardín. Los fantasmas de la muchacha y de la madre, en todo caso, se quedaron llorando en los salones y corredores de la mansión, que con el tiempo fue abandonada. En los últimos años, serísimos “expertos” españoles han logrado incluso grabar la voz de alguien que clama por su madre (ver internet). No>estaba mal, el Congreso se iba a realizar en una casa encantada, en la Casa Matusita de la capital española.
En el Congreso se escucharon algunas ponencias notables que fueron para>mí más que ilustrativas, pero en el barullo de una contienda soterrada se fue apoderando poco a poco del colectivo peruano, ganado por la impronta cainita de una polémica absurda. Inevitablemente tuve que convencerme de que sí, había fantasmas en esos corredores oscuros y en esas escaleras de mármol. Pero no se trataba de la quejosa María ni de>su madre, sino de fantasmas peruanos. Los habíamos traído, incapaces de vivir sin ellos. Habían tomado el avión con nosotros y estaban allí, con “jet lag”, pero no por ello menos perniciosos, ululando desbocados, alentando nuestra singular capacidad para la autodestrucción. Los términos de la polémica son conocidos, pero se pueden resumir diciendo que aparentemente ambos campos se disputan la representatividad de la literatura nacional. El fondo es otro, es el desprecio. La rencilla surgió en Madrid en dos momentos en que el lado oscuro del ser nacional apareció mostrando sus temibles colmillos, Fuero dos instantes>que giraron en torno a la exigencia de ciertos escritores peruanos, jóvenes, procedentes de los sectores socialmente deprimidos y/o provincianos, de poder darse a conocer, de tener espacios donde publicar, de ser criticados con equidad, de poder existir, en fin, como creadores. En Lima, dicen ellos, un grupo de escritores de clase media>alta se ha instalado en el pináculo del “establishment” cultural y, cual moderna Sociedad de Auxilios Mutuos, aviesamente lo gobiernan. Una desequilibrada situación que cuestionan. El primer momento se dio cuando un escritor amazónico previno al público de que la literatura peruana que se conocía era solo “una máscara” y que detrás estaba la nueva, rica, andina, regional, “verdadera” literatura>peruana de hoy. El segundo se produjo dos días después, cuando, respondiéndole, un escritor de la capital peruana dijo que todos>aquellos que se quejaban debían tomar como ejemplo a Dina Páucar y a Chacalón, ganarse o crearse su propio público y, eventualmente, hacerse>millonarios. Algo olía mal en el Palacio de Linares mientras algunos lanzaban al aire palabras altisonantes e incluso insultos, más que abusivos, contra un>crítico ausente. Era el pútrido olor del peor fantasma que recorre el Perú desde hace siglos, que ha endemoniado a nuestra sociedad y que no nos permitirá ser una nación entera hasta que acabemos con él: el racismo, el rechazo del otro, del semejante, la incapacidad para escucharlo. Para entenderlo y, por lo tanto, para respetarlo. Estábamos pues ante nuestra más grave falla, ante los efectos perversos del “apartheid” nacional que no por vergonzante y nunca enunciado ha corroído menos nuestra alma colectiva. A esto se refirió, creo, Miguel Gutiérrez en su tan mal interpretado discurso de clausura, cuando tras decir a los escritores regionales que de lo que se trataba era de escribir bien y no de estar esperando mayor espacio en la prensa, fue más allá. El novelista habló de nuestra alineación entrecruzada, colectiva. Tocó algo grave, esencial, al punto que al evocarlo la emoción lo obligó a interrumpir su mensaje, que estaba siendo una parábola contra el racismo y el desprecio social. Contó que cuando entró a la Universidad Católica, a comienzos de los años 60, a un medio social que debía ser difícil para un joven estudiante provinciano, conoció a un muchacho alto, extraño, que rápidamente se convirtió para él, y sin razones, en una persona antipática, insoportable. Hasta que un día lo encontró en un recital de poesía. El antipático era poeta, y de los buenos. Era Javier Heraud. Gutiérrez no pudo continuar. El mensaje, sin embargo, estaba claro. Y no era sólo para los muchachos andinos, ni para sus contrincantes, los muchachos de los barrios elegantes, sino para todos.