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notas

del blog moleskine literario

Presentación de El turno del escriba

por Iván Thays

Tuve la suerte de ser parte del jurado internacional que otorgó el premio Alfaguara de novela 2005 a esta obra escrita por Ema Wolff y Graciela Montes. Y aunque desde entonces he vuelta a leer la novela íntegramente una vez, y algunos fragmentos muchas veces, he pensado que para esta presentación me gustaría de algún modo recuperar esa primera lectura, cuando no conocía la identidad de las autoras y pensaba, erróneamente, que el seudónimo Mark Twin era un error tipográfico. Revivir esa lectura privilegiada, creo yo, llamará más la atención de Graciela y Ema, y saciará en algo la comprensible curiosidad sobre la decisión de uno de los jurados que votó por ellas, así como podrá dar pistas de interpretación a los futuros lectores.

Recuerdo que leí El turno del escriba justamente después de haber leído una historia de suspenso a lo Stephen King que leí de un tirón al igual que la mayoría de miembros del jurado, pese a las inconsistencias en su argumento. El ritmo acelerado que me había impuesto la novela anterior se estrelló de inmediato con las primeras páginas de El turno del escriba. Desde luego, aquella “bella pieza de mierda, sin duda humana” en la que el protagonista de la historia, el escriba Rustichello, hunde generosamente el pie en el primer párrafo, me llamó mucho la atención. Pero de inmediato, la detallista presentación del itinerario del personaje, desde las Cortes donde era copista mimado hasta las varias cárceles en las que se le mantuvo preso durante los últimos 14 años, terminó por convencerme de que debía dejar la lectura de este manuscrito para una nueva oportunidad. Tuve la impresión de que me encontraba ante una novela muy bien escrita, pero cuya lectura exigiría mucha mayor concentración que las anteriores, un momento especial para poder calibrarla en su belleza o para descalificarla de plano en su fallida ambición.

Demoré ese momento.
Cuando volví a coger el manuscrito ya había leído todos los anteriores y tenía más o menos en claro quién pensaba yo que debía ganar, y a cuáles había descalificado de plano. El turno del escriba tendría su oportunidad, pero realmente tendría que darme un buen gancho a la mandíbula en las primeras páginas si quería que mi opinión formada se reformulase.
Y vaya si me dio aquel gancho. Recuerdo claramente el momento en que, recostado sobre el sofá en el que leí todos los demás manuscritos, con la crayola de mi hijo de dos años amenazando dibujar su versión de un tigre en las carátulas de las novelas calificadas, sentí la revelación de que lo que tenía entre manos era una obra superior. Ocurrió cuando apareció, casi como un milagro, aquel cernícalo que veo ahora retratado en la carátula. Rustichello ha conseguido trepar a lo alto de su prisión, ha pisado un pedazo de excremento y hace un recuento de su pasado con aquel olor metido en las fosas nasales, mientras observa el movimiento de Génova que se apresta a celebrar el triunfo naval sobre Venecia. Todos se han congregado en torno a las naves que van llegando, los cortesanos y los del pueblo, alzando banderas que recibirán a los vencedores de Curzola, mientras por el cielo surca un cernícalo abarcando con su mirada altísima todo el espacio aéreo de ese universo en miniatura.
¿Universo en miniatura? En efecto, ricos, pobres, naves marinas, excrementos terrenales, aleteos aéreos, triunfo y derrota, alegrías y penas, naves que llegan a salvo y naves que se han perdido irremediablemente, lo divino y lo profano. Todo, absolutamente todo, a merced de este escribano que no se equivocó al pensar que pisar aquel trozo de mierda fue una señal, un signo de que algo iba a cambiar.
En algún momento, el narrador declara que sin lugar a dudas el mejor ángulo para observar esa escena es el del cernícalo que abarca todo el rompecabezas con su superioridad de vuelo. Todo, incluso al pobre Rustichello trepado sobre aquel techo, insignificante al ser visto desde aquella altura, no más grande que uno de los roedores con que el depredador se alimenta.
“Pero Rustichelo no es el cernícalo sino un prisionero que ha encontrado el modo de escaparse al techo” dice el narrador. Y la pregunta que surge es: cierto, no es un cernícalo, pero ¿Podría serlo? ¿Cómo podría un simple copista ser un cernícalo y abarcar todo el fresco social y elevarse por encima de aquel techo vacío, coronado por un excremento humano?
La respuesta afirmativa la tenemos casi de inmediato, cuando entre los prisioneros venecianos que son desembarcados aparece uno, el más alto, coronado con un gorro de piel rizada que contrasta irreverentemente con la calva del comandante que los conduce. Se trata de Marco Polo, su futuro compañero de celda, aunque Rustichello aún no lo sepa. El nuevo prisionero deja que los ojos descansen sobre el pájaro que planea encima de su cabeza y que cada vez está más lejano. Un punto que se pierde entre las nubes para dejar en escena a los verdaderos protagonistas: Marco Polo y su escriba Rustichello, el hombre que vivió las aventuras y aquel que las dejará por escrito para que la recuerden las generaciones de lectores futuros. El hombre que ha recogido en sus viajes todas las piezas del rompecabezas y aquel que, convirtiéndose en un cernícalo de una sola pluma humedecida en tinta, unirá todas esas piezas hasta hacer notar cuál es la figura que esconde. Una figura que, como aquella que se reúne alrededor de la marina de Génova, es un resumen del Universo.

Después de leer aquel primer capítulo, supe de inmediato que me encontraba ante la presencia no de un concursante, sino de un artista. Esto necesita cierta explicación. Todos los que somos jurados de un concurso como éste, sabemos que encontraremos algunos aficionados muy talentosos pero también existe la posibilidad de encontrarnos con un escritor profesional escondido tras un seudónimo, hecho que a un escritor que se inicia como yo lo inquietaba especialmente. Dados los ilustres precedentes del premio, con ganadores como Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez o Laura Restrepo, me angustiaba y al mismo tiempo fascinaba la posibilidad de estar frente a la obra de escritores reconocidos y tener la oportunidad fetichista de leer un manuscrito suyo. Escritor, he dicho, pero no necesariamente un artista. Un escritor es una persona que hace una estructura, que construye poderosas vigas argumentales, que cimienta el piso con la verosimilitud de sus personajes, con la inteligencia de sus ideas, con el riesgo de su sintaxis. Pero ¿qué es un artista? Un artista es algo distinto, un artista es un artesano que cincela el diamante, que riza el rizo, que decolora el celeste alrededor de un cuadro lleno de nubes. “Mis preocupaciones actuales son una tonalidad microscópica del azul” dice Nabokov, para mí el ejemplo del escritor-artista. Un escritor-artista es aquel que es capaz de trazar un cuadro con sutileza, fijándose en cada detalle, capaz de cargar con sutilezas y correspondencias cada una de sus frases y las acciones de sus personajes. Un artista no construye edificios, por más ambiciosas y extensas que sean sus obras, sino artefactos de relojerías en que cada rueda hace girar a la contigua y viceversa.
Ema Wolf y Graciela Montes no solo habían construido un narrador para esa historia a cuatro manos. La primera construcción fue la de crear un autor que sea, al mismo tiempo, un hombre de profundo conocimiento de las Repúblicas marineras italianas y un creador con la sensibilidad de un artista.
Pude oír todas esas ruedas, grandes y minúsculas, girando en torno a ese primer capítulo. Eso es lo que sentí al leerlo y la pregunta evidente no fue ya si ganará o no el Premio, de lo que no tenía dudas, sino si conseguirá que esas piezas sigan en funcionamiento durante toda la novela. Y sí, desde luego que sí, esas e incluso otras más complejas empezaron a dar cuerda a esta novela a medida que iba avanzando en mi lectura primero con asombro, luego con entusiasmo y finalmente con la felicidad de haber leído un libro inolvidable.

La historia de El turno del escriba puede resumirse de manera muy concreta. A fines del siglo XIII, el copista Rustichello de Pisa se encuentra en una misma prisión con el más célebre viajero de todos los tiempos, Marco Polo, y decide redactar la que será su obra definitiva: la narración de los relatos inverosímiles, maravillosos, de Marco Polo y su conocimiento con los límites de Oriente. La intención del copista es honesta, aunque tiene una segunda intención: pretende conseguir su libertad al dedicar a los príncipes cristianos la redacción de esa obra fundamental.

La síntesis de la novela nos conduce a muchas obras contemporáneas. A mí me llevó, por ejemplo, a Yo, el supremo de Roa Bastos, con aquel copista preso por la dictadura convencido de que las palabras salvarán si no su cuerpo, al menos sí su memoria. Me trajo el recuerdo también de Mario Vargas Llosa y su obra de teatro Kathy y el hipopótamo, en la que una mujer mundana le dicta a un ghostwriter o escritor fantasma la historia de sus aventuras, que éste modifica y hace épicas –con torpe calidad literaria- a gusto del cliente o de sus futuros lectores. Pero me trajo sobre todo el recuerdo de aquel cuento de Rodolfo Hinostroza llamado “El Benefactor” en que un escritor mediocre recibe, como una dádiva entregada por un benefactor anónimo y escondido, una serie de novelas terminadas que ese escritor publica con su nombre y gana dinero y fortuna. Un día el Benefactor le propone una trilogía, que resulta inacabada abruptamente antes de la última copia. ¿Ha muerto el benefactor? ¿Se ha arrepentido? ¿Ha cambiado de médium por el cual expresarse? Desde que leí aquel cuento memorable pensé que en realidad, el Benefactor y el beneficiado eran el mismo, y que ese relato era la trascripción de la condición natural del artista: un ser que vive dentro de nosotros goza de las aventuras y el otro las trascribe. Uno necesita del otro como las dos caras de una moneda. El día que uno de ellos se agote, se acaba la literatura. Desde entonces, me gusta pensar en aquel hombre que me dicta mis historias como un benefactor, un hombre que sufre y goza por mí, para que yo pueda escribir. Pero a veces, al revés, pienso y agradezco al otro, al beneficiado, aquel que sin que yo sepa, trascribe mis historias y las hace legibles para que mi vida tenga un sentido.

Como verán, El turno del escriba es una novela de dobles. Uno vive y el otro escribe. Uno tiene las piezas, el otro las ordena y completa. Uno no puede vivir sin el otro. Ambas caras de la moneda se necesitan no solo para que la moneda tenga vigencia sino para que exista, porque la moneda de una sola cara es un objeto imaginario imposible de imaginar. ¿Para qué sirven los viajes de Marco Polo sin Rustichello capaz de contarlos? Y asimismo, ¿cuál es el sentido de la vida de Rustichello sin un Marco Polo capaz de darle un soplo de vida a todas esas palabras que se acumulan en todos los seres humanos, como cuentas vacías de sentido hasta que la magia las anima?

Graciela Montes y Ema Wolf han escrito una novela hermosa, llena de preguntas concretas y también de juegos, laberintos, espejos, bromas, ironías, sutilezas; con aventuras y ensoñaciones, pero también con cuestionamientos políticos y sociales. Recuerdo que cuando ganó el Premio, todos los del jurado estuvimos satisfechos diciendo: ha ganado la novela de un autor, refiriéndonos a que quien estaba detrás de esto no era un improvisado. Un autor, un autor, nos repetíamos, y ensayábamos quién podía estar detrás de esto, hasta que abrimos el sobre y descubrimos que ese autor eran dos autoras. La sorpresa fue enorme para todos, y se prestó para miles de anécdotas y bromas, como aquella que hizo un directivo del sello diciendo que acabábamos de inventar una adivinanza: ¿cuál es el premio literario que ha sido fallado ocho veces, pero han ganado nueve novelas y diez autores? Por otra parte, creo que fue Silvia Hopenhayn, otra miembro del jurado, quien aplaudió repentinamente pues acababa de descubrir que el seudónimo con que participó MARK TWIN se refería a la palabra inglesa GEMELO, refiriéndose a las dos autoras, y no por un error tipográfico como pensamos. “Twin, gemelos, dos autoras” pensé yo, dándole una nueva vuelta de tuerca a todas estas ideas del doble, del artista y las ruedas del reloj que he comentado aquí, y que también entonces llevaba en la libreta. “Dos autoras, desde luego” me eché a reír maravillado por el juego de espejos en que Ema y Graciela nos habían involucrado. Y juro que por la ventana del segundo piso donde estábamos yo vi volar a un cernícalo.
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